miércoles, 28 de marzo de 2012

DOWNLOAD EUDORA O CÓMO ESCRIBIR MARAVILLOSAMENTE


Eudora Welty, La hija del optimista, Impedimenta, Madrid, 2009, 232 páginas.
Eudora Welty, Cuentos completos, Debolsillo, Barcelona, 2011, 992 páginas.


La literatura nos ha acostumbrado en muchas ocasiones a los héroes de corazón dorado o casaca impoluta. Qué imperecedero es el Samuel Pickwick de Dickens, rechoncho y con levita, o el Hans Castorp de Thomas Mann, en su chaise-longue y envuelto en una manta. Sin embargo, la república de las letras también ha sabido promocionar personajes traídos de contrabando. En ese abrevadero, el de lo exagerado y lo violento del cerrado sur norteamericano, ha bebido el subgénero conocido como gótico sureño. Tras la publicación este mismo año [2009] de los Cuentos completos de Truman Capote en formato de bolsillo, es el turno de Eudora Welty (1909 ─ 2001) para abonar ese terreno desde la escritura literaria y fotográfica. En primer lugar nos llega la traducción de la novela (introducida por el recientemente fallecido Félix Romeo) con la que la autora ganó el Pulitzer en 1973: The optimist’s daughter, y le ha seguido la edición de sus Cuentos completos, que todavía estaba por hacer. La compilación de relatos reúne los dos libros publicados por Anagrama: Una cortina de follaje (1941) y Las manzanas doradas (1949); y traduce La red grande y otros relatos (1943), La novia del “Innisfallen” y otros relatos (1955) más dos cuentos inéditos de 1963. 

La hija del optimista, publicada en 1972, recorre dos caminos distintos. En cierto modo está emparentada con la novela americana tradicional que viene del Huckleberry Finn. Laurel MecKelva abandona Virginia, al noreste de los Estados Unidos, para regresar a Mount Salus, el pueblo sureño en el que creció, urgida por la enfermedad de su padre. Ese viaje de regreso también conduce al conocimiento, lugar común donde se da la mano con el viaje por el río Mississipi que escribiera Mark Twain. Ese motivo americano y la recreación de todo un imaginario local (la viuda, los paletos, el ciudadano respetable, los negros, etcétera) cercano a Faulkner o McCullers, se combina con una tradición literaria y filosófica de origen europeo: las dinámicas del tiempo. El funeral del padre de Laurel, con todo el mundo reunido en la casa familiar, inaugura esta última línea. Una ausencia (la muerte) motiva una búsqueda, pero no la de quien se acaba de marchar, sino la de la propia protagonista. Welty lo explica en su relato de 1949, “Los errantes”: Siempre que hay muertos en una casa, pensó Virgie, salen a relucir todas las historias, que dejan de pertenecer a las personas para convertirse en algo de dominio público. No la historia del muerto, sino la de los vivos. Laurel, a partir del funeral, redescubrirá  un pasado que sobrevive en la memoria de las cosas. Esa recuperación de la identidad a través de la casa familiar y sus objetos reconcilia con los muertos, pues lo mínimo que podemos hacer por ellos es sobrevivir

La desaparición, curiosamente, es un acicate para restituir nuestra propia pérdida. Pero ese hueco también da lugar al mito. Si se quiere, a la palabra. Cuando el juez muere, se desatan las lenguas de la comunidad y el vacío dejado por el hombre queda suplido por su historia. Otro ejemplo de ello es la conversación mantenida por cuatro viudas en el jardín de los McKelva mientras Laurel riega ensimismada los parterres. La voz de su madre, muerta y evocada con la visión de cada planta, se alterna con el coro de mujeres que comentan lo sucedido. Estas voces no tendrían un gran interés si no fuera porque se trata del mayor logro de la novela. El realismo de la charla, muy conseguido, trasciende y asistimos a un verdadero discurso femenino como paradigma de la reinvención, al perspectivismo narrativo (aquello de contar la historia según cómo se mire). Esa voz es la voz del chisme y la opinión ligera, pero también de la creación constante. Ese hablar libremente queda contrapuesto a la voz masculina, mucho más pragmática. De este modo, Welty, como decía en la cita, da cabida a la voz de dominio público. Mientras la voz privada es cerrada porque tiene muy pocas lecturas, la pública es inagotable. Los espacios íntimos, abiertos por los porches, se disuelven en el hablar comunitario, que no es ni cierto ni falso, sino la voz de la ficción.
Si esta característica es principal en La hija del optimista, los cuentos muestran otras propiedades de la obra weltyana: por ejemplo, la construcción de atmósferas y escenas  poderosamente poéticas. Welty demuestra también su maestría con el diálogo y la escena (la charla en la peluquería en “El hombre petrificado”) o  con la construcción de personajes (el paleto, en “La red grande” o el asesino neurótico en “Flores para Marjorie”). 

Pero el libro que sobresale por encima de todos los demás es Las manzanas doradas. Su vocación de novela la desmorona una estructura demasiado fragmentaria, pero sin duda esos fragmentos acaban por construir un mundo. Cuando uno acaba el último cuento, tiene la sensación de haber abandonado algo importante, un lugar que no sabe situar pero que queda al sur y deja una marca fortísima. Desarrollándose en un espacio más bien pequeño para su labor, pues apenas pasa de las trescientas páginas, la obra recorre los tiempos a través de varias generaciones que habitan el pueblo de Morgana y el condado de MacLain. Como en Cien años de soledad, la percepción del tiempo parece ancestral. Y el correlato sureño de la obra, ilustrado en la bella portada de Lumen, no alcanza para que atisbemos un mundo real. 

Ejemplos de esta brillantez son la historia de la señorita Eckhart  y la casa vacía en “El recital de junio”, que resulta magnífica, o pasajes francamente poéticos como la aventura alucinante de “Música de España”, el único relato del libro que tiene una ubicación real: San Francisco.
Tal vez a la edición de Lumen le haya faltado solamente, dado el esfuerzo global de la recopilación, una introducción a la altura que pudiera atravesar la obra cuentística de Welty y comentar su enorme, inconmensurable valor estilístico.

viernes, 23 de marzo de 2012

PÁJARO EN CONDICIONES


Ginés Aniorte, Las condiciones del pájaro, Renacimiento, Sevilla, 2012, 99 págs.


Dice Mircea Eliade a propósito de la permanencia de lo sagrado en el arte que  el eclipse de la religiosidad que se produjo en Occidente a finales del siglo XIX no fue tanto una desaparición como una reestructuración, el paso de un arte evidentemente sacro a una religiosidad en el alcantarillado: “el hombre moderno ha olvidado  la religión, pero lo sagrado sobrevive en su inconsciente”. En el mismo sentido, El Centre Pompidou de París albergaba en 2008 una exposición que pretendía visibilizar ese camuflaje, Traces du sacré, desde la aparición de una religiosidad laica hasta la espiritualidad en el siglo XX. 

En Las condiciones del pájaro de Ginés Aniorte (Murcia, 1960) encontramos un ejemplo un tanto distinto, pero que me parece igualmente interesante para observar las modificaciones ocurridas en el terreno de la formalización de lo religioso en el arte contemporáneo. Eliade habla en su texto de supervivencia de lo sagrado bajo unas nuevas formas que no son explícitamente sacras. Sin embargo, la deriva artística del siglo XX, al liberarse de las codificaciones, del simbolismo explícito de lo religioso, ganó el espacio necesario para pensar verdaderamente la naturaleza religiosa de la obra de arte. De Brancusi a Tàpies, podemos decir que el profano siglo XX ha sido considerablemente religioso. Frente a esta senda general, Aniorte significa un regreso a la codificación, a la poesía de lo religioso: parte de un texto atribuido a San Juan de la Cruz (Dichos de luz y amor, 120) en el que se indican cuáles son las cinco condiciones que debe reunir el alma contemplativa mediante el simbolismo espiritual del pájaro.  Aniorte versiona las exigencias de San Juan, las profana  por contradicción y las usa para estructurar el libro en cinco partes: 'La primera, que se viene conmigo' (donde San Juan de la Cruz decía “que [el pájaro] se va a lo más alto”), 'La segunda, que goza mi presencia' (en vez de “que no sufre compañía”), 'La tercera, que pone el pico al fuego' (en lugar de “que pone el pico al aire”), 'La cuarta, que al fin se torna oscuro' (cambiando “que no tiene determinado color”) y 'La quinta, que su canto es herida' (donde el místico español dice “que canta suavemente”). Esta paráfrasis corrupta podría parecer un asunto menor, pero resulta que no. La gracia es el tipo de relación que se establece con un material tradicional religioso: donde San Juan de la Cruz establece un símbolo, Aniorte realiza un desplazamiento hacia lo alegórico, aquí el pájaro ya no funciona como una representación codificada por un significado resabido, sino que es un material de construcción para una proyección personal, dotada de un nuevo sentido. Este procedimiento, faltaría más, es tan viejo como la retórica, pero es destacable porque permite desencajar un referente usual e infundirle nueva vida, logrando la tensión ideal entre la referencia simbólica y la recreación personal (alegórica) de ese mismo referente.

En este caso, Aniorte reescribe el pájaro como un símbolo de la escritura, una mediación que mantiene las constantes de una antigua espiritualidad (el contacto con zonas expandidas en un más allá, tales son las ficcionales) a la vez que conoce su fuente originaria (el autor, con sus límites). Todo el libro es una reflexión sobre las posibilidades de la escritura como lugar de prosperidad fingida. Recuérdese aquel joven Neruda que decía de la amada: “te forjé como un arma”, para ir al Aniorte que de una idea forja el pájaro, como cuenta en el preludio, un pájaro que se expresa en trazos azulados y que vendrá a sanar “un hueco en el pecho”. Un hueco del que, por otro parte, no sabemos nada. 

Pero si Aniorte, por un lado, parecía optar por la valentía de la profanación, la relectura de lo tradicional, no podemos decir lo mismo del libro verso a verso. Lo que hace pensar en un plan interesante tiene un desarrollo mucho más comedido, donde el autor no se la juega demasiado. Hay muchas comparaciones done una cosa “semeja” a la otra, hay “altas cumbres” para expresar lo inalcanzable, y fulgores que embelesan. No hay problema en realidad, free admission para el comedimiento, y además estamos ante un autor con veinte años de recorrido que sabe cómo disponer un verso, cuándo interrogar, etcétera; pero he echado de menos verso a verso lo que me parecía una apuesta de conjunto original. No me ha conmovido, vaya. Y eso es, como mínimo mínimo, real decreto para mí. 


miércoles, 21 de marzo de 2012

¿PARA QUÉ ÁLVARO POMBO? UNA REHABILITACIÓN POÉTICA



«¿Ves tú una ciudad detrás?»
En 1977 un hombre de 38 años llega a España gracias a la complicidad de dos escritores, Rosa Regàs y Juan Benet.  Ha vivido casi doce años en Londres trabajando como telefonista en una sucursal bancaria. Se llama Álvaro Pombo y es un poeta santanderino. Después todo se complica: publica un primer libro de relatos ese mismo año, gana el Premio Herralde de narrativa en 1983, el Premio Nacional de la Crítica en 1990,  el Nacional de Narrativa en 1996 e ingresa en la Real Academia Española de la lengua en 2002. Todo se complica, decía, porque 25 años después de su regreso a España el poeta ha sido olvidado y en su lugar reconocemos solamente a un novelista. ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué? ¿Es esto justo? En 2004, sin embargo, la editorial Lumen —entonces ya propiedad de Random House Mondadori—  publica Protocolos (1973-2003), una recopilación salvífica que reagrupa su obra poética, con un interesante material paratextual: prólogos, epílogos, notas, y un par de textos largos sobre su poesía. Pombo había escrito, hasta ese momento, Protocolos (Biblioteca nueva, 1973), Variaciones (Lumen, 1977, I Premio de Poesía El Bardo), Hacia una constitución poética del año en curso (La Gaya Ciencia, 1980) y Protocolos para la rehabilitación del firmamento (Lumen, 1992). Seis años después, en 2009, se publicará el último poemario de Pombo hasta la fecha, Los enunciados protocolarios, en la colección de poesía Vandalia, de la Fundación José Manuel Lara, colección dirigida por un poeta sevillano, Jacobo Cortines.

Sin embargo, la poesía de Pombo, salvado el escollo de la descatalogación gracias al volumen de Lumen en 2004, sigue corriendo el peligro de quedar varada en una playa ignota. Aprovecho esta oportunidad para carenarla de firme.



«Ahí están las islas la bajamar los balandros las playas de entonces»



Las circunstancias de publicación de los poemarios de Pombo adolecen del mismo mal que preside toda la narrativa pombiana: la falta de substancia. Dice José-Carlos Mainer en un artículo  que la substancia, tomada en su acepción filosófica medieval, apela a aquello que en las cosas permanece, que está por debajo y es su base: sub stantia. Si Álvaro Pombo es hoy en día una figura conocida y, a su vez, un inmenso poeta desconocido, esto se debe a que su poesía publicada carece de substancia, de una base suficiente (extraliteraria) para su permanencia.

«He vuelto a ver a este incisivo Leonardo Loredan»









































































































El primer libro de Álvaro Pombo, Protocolos, se publica en 1973, cuando el poeta ni siquiera vive en España (no hay modo de relacionarse con la institución literaria) y además ve la luz en una editorial longeva pero con un peso poético nulo por entonces. El segundo libro, de 1977, es un caso curioso. El libro se publica en la colección El Bardo, editorial en manos de Lumen, tras ganar el primer premio que convoca la colección para poetas desconocidos. José Batlló, editor de El Bardo en los 60 y jurado de aquel premio (junto a Barral, Esther Tusquets, José Agustín Goytisolo, Juan Antonio Masoliver y Juan Ramón Masoliver), explica que el premio  concedido a Pombo se le otorgó «casi sin querer». En plena decisión del ganador, el jurado se dividió entre dos candidatos. Como no había manera de desempatar, optaron por premiar al tercero: Pombo. Mientras tanto, los destinos de la poesía de los setenta y los ochenta se decidían en editoriales nuevas como Visor o Hiperión.

Su tercer libro, en 1980, se publica en La Gaya Ciencia, una editorial cuyo catálogo estaba dedicado principalmente a los libros de difusión y a los clásicos de literatura infantil adaptada, y que dirigía Rosa Regàs. Doce años después, en 1992, Lumen publica el cuarto libro de Pombo, Protocolos para la rehabilitación del firmamento; algo más bien achacable a la buena relación entre Pombo y Esther Tusquets. Han de pasar todavía doce años más para el siguiente movimiento: la recopilación llevada a cabo en Lumen es afortunada pero no por ello menos miraculosa.  En 2004 apenas hace dos años que Pombo ha entrado en la RAE, es un prestigioso novelista (no olvidemos que en un par de años ganará el Planeta) y se cumplen 30 años desde su primer libro de poesía. Consumidos esos intereses, Pombo dejará de publicar en Lumen para hacerlo en una pequeña editorial de Sevilla.

«Nos empequeñecieron los árboles que nunca vimos juntos»


La recepción crítica de su obra ha seguido un camino parecido, marcado por la discreción o por el olvido. Durante una década entera (entre 1973 y 1984) no se registran artículos sobre su poesía. Es en los 80 cuando Juan Antonio Masoliver Ródenas, que conoció al autor en Londres, comienza su andadura y se convierte en crítico privilegiado de la obra pombiana. Este camino todavía dura y ha dado sus frutos en uno de los libros imprescindibles para entender al Pombo poeta. Voces contemporáneas (Acantilado, 2004) recopila dos década de artículos sobre el escritor, aunque ni es un volumen dedicado exclusivamente a Pombo, ni las páginas que se le dedican están enfocadas principalmente a su poesía.  Si bien —lo digo de memoria— solamente hay un artículo que se ocupa estrictamente de la poesía, hay que subrayar que Masoliver Ródenas es el primero en explicar la emergente obra narrativa de Pombo desde los presupuestos de su poesía. En cualquier caso, este libro no se publica hasta 2004, de modo que, durante treinta años de obra poética, el seguimiento del poeta es casi inexistente. A esta aparición, discreta, se le suman tres más durante el nuevo siglo. La primera tiene lugar tres años antes de Voces contemporáneas, en 2001, y se trata de Los cielos rasos de Álvaro Pombo, un dossier monográfico coordinado por Domingo Ródenas para el número 209 de la revista Quimera. En él destaca una entrevista con el propio Ródenas (donde Pombo se enfrenta por primera vez a una crítica de su poesía) y un interesante artículo de Ernesto Calabuig (La poética de Álvaro Pombo: una enumeración y rehabilitación del mundo) que introduce la lectura rilkeana de la obra del poeta, entre otras cosas. Una segunda aparición es la publicación de Protocolos (1973-2003): a parte de los poemarios, incluye el texto de Calabuig y un texto clave de Wesley J. Weaver III (Not ideas about the thing but the thing itself: una introducción a la poesía de Álvaro Pombo)A este corpus reunido hay que sumar media docena de artículos en prensa durante ese mismo año. La tercera aparición tiene lugar entre el 1 y el 3 de noviembre en Neuchâtel, donde se celebra el Coloquio Internacional Álvaro Pombo, cuyas ponencias publicará en 2007 la editorial Arco Libros, con un solo texto sobre su poesía a cargo de Carlota Casas Baró (Protocolos de Álvaro Pombo). A día de hoy, y por lo menos en Catalunya, este libro está (casi) descatalogado y su presencia en las bibliotecas es ninguna (con la salvedad de las estanterías del Ateneu y la Universitat de Lleida).

Pintura de Juan Navarro Baldeweg (Santander, 1939)


Una tercera vía que explica la pésima recepción poética de la obra de Pombo es el trato que se le ha dado durante la construcción de la tradición literaria. El volumen noveno de la serie de referencia Historia y crítica de la literatura española coordinada por Francisco Rico, titulado Los nuevos nombres. 1975-1990, a cargo de Darío Villanueva, y el apéndice de Jordi Gracia, que se extiende hasta el año 2000, no mencionan de manera consistente al Pombo poeta, solo se refieren a él como narrador. Además, la estructura de esta colección (tripartita en Novela-Poesía-Teatro) es asfixiante, no permite el trasvase entre discursos (que sí practica Masoliver Ródenas en su libro) y parece obedecer más bien —por lo menos en cuanto a Pombo— a una fenomenología evidenciable de la literatura.  


Escultura de Ramón Muriedas (Villacarriedo, 1938)



Recientemente, en este 2011, ha visto la luz la obra Derrota y restitución de la modernidad. 1939-2010, coescrita por Domingo Ródenas y Jordi Gracia, donde se dedican casi diez páginas a la obra de Pombo y, si bien, se privilegia su peso narrativo, la faceta novelística está compaginada con la poética.

Todo este panorama explica la poca repercusión de una de las mejores voces de la poesía española del siglo XX y del siglo XXI; pues el mejor libro de Álvaro Pombo, Los enunciados protocolarios, está escrito en 2009.

Para terminar esta primera parte, he aquí un ejemplo de lo que no sabemos, pero podríamos saber en caso de existir una recepción adecuada: la poesía de Pombo como experiencia plástica. Una vía formal que, si tenemos en cuenta la morfología de su teoría poética —hay dos grandes formas en el pensamiento poético de Pombo: la unidad reunida y la pluralidad disgregada, la imagen y la palabra—, podría servirnos para entender muchísimo mejor su poesía.

En uno de los textos de Voces contemporáneas, Masoliver Ródenas habla de poesía cézanniana para referirse a cierto tratamiento poético en uno de los poemarios de Pombo: el uso de la luz, el color y las formas introducen una perspectiva nueva en el análisis de su poesía, dominado por la explicación de raíz filosófica. Si juntamos este apunte con algunos referentes de su primer libro, descubrimos a un Pombo que recorre con placer galerías y museos londinenses.  A este dato hay que añadir la existencia de un texto de Pombo, publicado en 1995 en la revista de arte Guadalimar, sobre la escultura del artista cántabro Ramón Muriedas. En ella podemos ver a un Pombo muy interesado por la reflexión sobre lo matérico, un interés que perfectamente podría redirigirse hacia su obra, con grandes resultados. El último elemento significativo en esta dirección plástica es la edición original de Hacia una constitución poética del año en curso, de 1980. Allí descubrimos (no así en la recuperación de 2004) que el libro estaba ilustrado, y mucho, por el arquitecto, escultor y pintor santanderino Juan Navarro Baldeweg. Pero, sin una recepción adecuada, todas estas pistas están condenadas al olvido.



*Publicado originalmente en mamajuanadigital.com.

lunes, 12 de marzo de 2012

YACEN PUEBLOS SUBMARINOS EN LA NOCHE


Antonio Cisneros, Diarios de naufragio, LOM Ediciones, Santiago de Chile, 2011, 214 págs.




Poco podemos decir al respecto de la publicación de esta antología de Antonio Cisneros, muestrario de medio siglo de poesía, si no es dar aviso acerca de quien desde hace tiempo es una de las figuras ineludibles de la tradición poética peruana, primero, e hispanoamericana, después. Por supuesto sería posible y tal vez deseable releer la obra de quien ya consolidó sus hechos, más si tenemos en cuenta que se trata de un autor que –en palabras del jurado que le otorgaba el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda en 2010– ejerce una “notable influencia sobre las generaciones jóvenes del continente”, pero esta no es una tarea que concierna a quien apenas conoce la obra de Cisneros. Lo que sí podemos decir aquí, aprovechando la llegada (hará unos cuantos meses) a las librerías españolas de Diarios de naufragio, es qué puede significar Cisneros para el lector español y qué papel puede jugar esta antología en la difusión del poeta peruano.


La chilena LOM Ediciones ya había publicado en 2007 Como un carbón prendido entre la niebla, una antología bastante parecida: esta vez el libro incorpora el (interesante) discurso que pronunciara Cisneros al recibir recientemente el Pablo Neruda y un fragmento de Diario de un diabético hospitalizado (2010), un texto que podría ser interesante (tres reflexiones en torno a la muerte y la enfermedad) si no fuera por su inclusión parcial. 




Pero la diferencia más importante tiene que ver con un tema de distribución, la selección actual lleva la impronta de la coedición a ocho manos: Chile, México, Uruguay y España, de ahí que tengamos el libro haciendo la mili en nuestro país. Las últimas dos décadas han significado para Cisneros la tranquilidad de la carretera sin curvas: reunir palabras, recopilar versos, seleccionar poemas, etcétera. Su Poesía reunida, a cargo de Julio Ortega en 1996, y tres volúmenes más editados en Perú en 2001 bajo un título que deja las cosas claras, Poesía. Pero, a todo eso, ¿qué hay de lo nuestro? ¿Qué ha podido leer el lector español del señor Cisneros? A priori, más bien poca cosa.  A finales de los 80, Hiperión publicó una antología (Poesía, una Historia de Locos) centrada en sus primeros 25 años, los más celebrados y celebrables, hoy descatalogada.
 
Si probamos suerte con sus libros imprescindibles, agua. Me refiero a aquellos poemarios en los que se crea eso que Manuel Silva Acevedo ha llamado “un peso completo”, una voz capaz de integrar a la vez una gran cantidad de registros, y que llegara al cenit de su realización entre 1968 y 1972 con la publicación de Canto ceremonial contra un oso hormiguero, Agua que no has de beber y Como higuera en un campo de golf. Esto es así en la medida en que su voz añade un último recurso: ante lo que era un punto de partida que bebía de la tradición nerudiana que hace dialogar al hombre del presente con el hombre histórico, una gran capacidad para la oralidad desde su primer libro y para la imagen poderosa; a eso, se le sumó una nueva coloquialidad, mucho más informal, experimental,  que echaría mano de la ironía y de materiales culturalistas, en una evolución muy típica de finales de los 60.  De estos ejemplos, sin embargo, no parece haber rastro. Todo lo que hallamos, en esta último década, es un par de títulos a cargo de Pre-Textos: en 2003 el importante Comentarios reales (1964), que ganó el Nacional de Poesía en el Perú (por cierto, un premio hoy desaparecido y que el propio Cisneros recientemente reclamaba en una entrevista), y un gran ejemplo de esa poesía que recoge el testigo del Neruda épico, y solo un par de años después de su aparición en 2005, Un crucero a las Islas Galápagos. Por su parte, Visor sacaría en 1992 su libro Las inmensas preguntas celestes.


Simplificando mucho y mucho podemos considerar tripartita la poesía de Cisneros: una primera época de acumulación de registros (1961-1964) en tres libros (la atmósfera de intimidad con mar de fondo de Destierro, la refiguración religiosa de David y la épica de Comentarios reales), el segundo tramo que decíamos antes (1968-1972) y que fijará más o menos su voz, y una última etapa que retiene el nervio del periodo anterior y lo reúne con una nueva disposición frente a lo religioso o moral (1978-2005), como queda claramente referido en los títulos: El libro de Dios y de los Húngaros, Crónica del Niño Jesús de Chilca, Monólogo de la Casta Susana y Otros Poemas, Las inmensas preguntas celestes y Un crucero a las Islas Galápagos (Nuevos cantos marianos).


Editores de poesía española, atención: alerta Cisneros.



sábado, 10 de marzo de 2012

ED GEIN, POESÍA CON HEMISTIQUIOS

Riot Über Alles, Mussolina, Aristas Martínez, Badajoz, 2011, 113 págs.




“Y ahora, un poco de malditismo impostado”.  Con estas palabras, Riot Über  Alles (seudónimo de Óscar Valero: Barcelona, 1979) precedía la lectura de uno de sus poemas durante la presentación de su cuarto poemario. Esa frase, pura broma tal vez, es en realidad clave para una valoración poética de Riot. Hay dos o tres cosas urgentes por decir con respecto a un autor que comparte los versos con la ilustración y el diseño como resident evil de la galería Eat Meat, en el barrio barcelonés de Gràcia. Primero y muy rápidamente: me parece que Óscar Valero es un poeta por reivindicar, injustamente desatendido, de repente un valor al alza si tenemos en cuenta el tipo de avenencia que su poesía establece con nuestro time crisis. Riot, junto a Rai Escalé, Eva Alonso y otros más, formaría parte de ese conjunto de artistas visuales ligados a Eat Meat que tiene entre sus valores estéticos una reinterpretación del cuerpo como lugar de corrupción creativa, enfermedad palimpséstica, una familia de matones que le haría bullying al bueno de Apolo y que compartiría sótano con la casa de los 1000 cadáveres de Rob Zombie o paleta de acuarelas con Marilyn Manson (busquen en google los waterpaintings de Brian Warner y vean). 
 

Segundo. En apenas media década Riot ha creado unas señas de identidad propias: ese humor de palabra alzada mediante la cursiva, con una noción muy particular (irónica) del ritmo que combina la supuesta grandilocuencia del tecnicismo o la abstracción con sintagmas muy cortos, una estructura bipartita (poesía y prosa a pachas) y, sobre todo, reivindicando y reescribiendo una temática de muy difícil manejo: la parte oscura del ser humano, su parte “maldita”, haciendo que la palabra ande (¿todavía era posible?) por territorio ominoso,  vendados los ojos, la motosierra de leatherface repasando la maleza. Explica Germán Labrador Méndez en Letras arrebatadas: poesía y química en la transición española que la marginalidad poética, el desencanto, el dark side que manifiestan algunos poetas entre 1970 y 1986 sería una forma de réplica sociopolítica. Y yo me pregunto: ¿es posible todavía expresar el horror que es vivir? ¿Qué tendrá que ver eso con nuestro momento histórico? Pues sí, amigos, se trata de un problema de recepción, de momento estético. ¿Cabe el dolor tras décadas de bienestar económico, de Fondos de Cohesión y subvenciones al sector de los frutos secos? Pues sí, nos dirá Riot (citando hoy a Schopenhauer tan pichi, o escribiendo que “A veces, el monumental gesto de vivir / me recuerda a un bocadillo de sopa”). Su aseveración resulta creíble hoy, cuando lo que se lleva es el gesto desafectado de Los Punsetes o la burla del tortuoso a lo Triángulo de Amor Bizarro (“si insistes si insistes mejor te cortas / las venas después yo lo limpio”). Riot resiste ahí con un par de volantazos, adelantando por la cuneta. Lo que antes era Pesadilla en Elm Street, él lo vuelve episodio de segundo grado, Casa árbol del terror de Los Simpson. Donde otros cargaban las tintas, porque era el momento, Riot apuesta por el aspaviento, el personaje histriónico, el delirio o el esteticismo (un Alexandre Aja  de la poesía de terror), optando por la sobreinterpretación antes que por el desgarrón sincero. Riot se ha instalado en la granja de Ed Gein y versiona motivos como el de la carroña de Baudelaire (véase ‘00:14 Preludio’ en el fantástico Hierro lamido), resituándola en un contexto postindustrial dominado por el metal y el consumo de carne envasada. 


Pero Mussolina no es un paso más en su trayectoria: introduce cambios. La facción poética del libro está trabajada de un modo distinto, más límpido quizá, menos grave (son admirables poemas como ‘Aquí es donde lo dejé’, ‘Obsequios’ o ‘Intra’), y la sección en prosa ha substituido el relato por el uso de cierto collage narrativo y  (muy cercano a la pintura Eat Meat y sus juegos con el lenguaje publicitario) y desarrollando un humor cada vez más absurdo, que lo emparenta vagamente con colegas como Manuel Vilas y Mercedes Cebrián y, sobre todo, nos hace pensar en los horóscopos que escribiera Vázquez Montalbán en su Manifiesto subnormal.






jueves, 8 de marzo de 2012

GARTH VADER, EL ALMA EN CONFLICTO

The preach man looks for god, but god is at the dancing floor.
Bigott


Nunca se apartó de delante del pueblo la columna de nube de día,
ni de noche la columna de fuego. 
Éxodo, 13: 22



La figuración religiosa de Garth Ennis lo inscribe
en la línea que va de Swedenborg a Gustave Doré
Se suele decir que la religión es uno de los elementos constitutivos del imaginario de Garth Ennis (Holywood, Irlanda del Norte, 1970) junto a otros temas como la violencia, la historia bélica o el humor negro. ¿Pero sería posible leer (casi) toda la obra de Ennis en clave religiosa? ¿Podríamos decir que la religión es “su tema”? Podemos. Pero no lo tomen como una verdad de fe. Como me dijo Elisa McCausland la primera vez que nos vimos en Madrid, el entusiasmo soliviantado por Ennis fue más bien una cosa de los 90. Going Back.  


En una breve entrevista que el guionista nos concedió a varios medios en el pasado Saló del Còmic de Barcelona, Ennis confesaba sentir repulsión por lo religioso, además de una gran atracción. De ahí que no debamos entender la presencia del fenómeno religioso como una mera extracción ideológica, sino más bien como un material en bruto. Pensar en la obra de Ennis en tanto que morfología religiosa es, a mi modo de ver, pensar en varias estapas de una evolución retórica más o menos coherente que va desde la escritura de Troubled Souls en 1989 para la revista Crisis, publicación experimental de vida corta (1988-1991) propiedad del sello editorial británico Fleetway; hasta los últimos títulos de 2011 publicados por la norteamericana Avatar; pasando por hits como Predicador o Hellblazer. Vale la pena decir, de paso, que la historia de este recorrido personal —migración desde la publicación periférica en Gran Bretaña (quien dice Crisis dice también 2000 AD) a la publicación mainstream en los USA (Marvel y DC)— es la historia general de las principales voces del cómic contemporáneo: Mark Millar, Grant Morrison, Neil Gaiman, etcétera; lo que se ha venido a llamar  British Invasion.


Portada de True Faith, la reedición en DC, que trata
los problemas sociopolíticos de la religión
La obra de Garth Ennis podría entenderse como una especie de contra teodicea (discurso racional en torno a la existencia de Dios y sus atributos) que insistiría siempre en una misma idea: la demostración de que Dios no existe, pues no hay principio alguno de justicia en la tierra y sí una tendencia natural hacia la violencia. La obra de Ennis podría haberse quedado en una simple anotación de esa ausencia trascendental, en una crítica sociopolítica de los problemas de religión y una lamentación acerca de cuán abandonado está el ser humano a su suerte. Entonces la obra de Ennis se reduciría a Troubled Souls, True Faith, Punisher, Bloody Mary y obras bélicas como War Story o Battler Britton.  Sin embargo, Ennis decide recorrer un camino mucho más retorizante y original: el de la figuración religiosa, la iconología, la hipóstasis o la prosopopeya; puestos al servicio de una mente atea. La diferencia en el uso de estas estrategias miméticas es que la religión las ha empleado para llevar a cabo distintas representaciones (bien por vía apofática o por vía catafática) que terminan por afirmar la existencia divina: Dios como lo representable o Dios como lo irrepresentable, da igual. En Ennis la cosa cambia: es la no-existencia de Dios lo que deviene representable y se representa, una abstracción de todo contenido teológico aseverativo para dar en una cáscara formal con que pasárselo bomba mientras da su propia visión del asunto. Ennis es un ateo confeso, pero su vocación mimética curiosamente lo aproxima a Giotto, Andréi Rubliov, Dante (véase la figuración gore del Purgatorio en Chronicles of Wormwood de 2006-2007) o Swedenborg.


La historia de esta contra teodicea, decía, se puede dividir en tres motivos formales más o menos distinguibles. La primera es la forma ideológica, que explica las consecuencias sociopolíticas o geopolíticas del hecho religioso, y en ella se propone esa tesis principal profana que antes avanzábamos: el hombre está solo, no hay referentes trascendentales, y todo lo que percibimos son los signos de un discurso religioso sin correspondencia, reductible a subterfugios políticos. La religión no es logos, es habladuría. Detrás del semblante divino se esconde una única ley: nuestra naturaleza salvaje. La teodicea de Ennis  es una antropodicea con afeites cruciformes Maybelline. Su primer libro, Troubled Souls (1989),  con dibujo y color espectaculares a cargo de John McCrea,  es ejemplar: una obra escrita y dibujada entre dos jovencísimos artistas de Irlanda del Norte que refleja la situación miserable de su país a final de siglo. La violencia del terrorismo está engarzada en la religión desde el mismo título: el conflicto norirlandés, conocido como The Trouble, se remite a un nivel existencial: almas en conflicto. El conflicto de secesión entre republicanos católicos (partidarios de una Irlanda unificada e independiente del Reino Unido) y unionistas protestantes (contrarios a la independencia) con ayuda de  las fuerzas militares británicas y la Policía del Ulster, como expresión de un malestar anímico. El enfrentamiento paramilitar finisecular (que tanto Ennis como McCrea han vivido) es estrictamente humano. Las troubled souls son, en el fondo, eso mismo y nada más: almas atormentadas por nuestra propia tendencia hacia la violencia, atormentadas por la ausencia de un orden superior que solucione el problema del Mal. Humanidad en guerra sin expectación de los dioses. La Ilíada sin sandalias volanderas. A nivel mimético, que es lo que nos interesa, esta primera forma corresponde al ateísmo clásico: no represento a Dios si resulta que no existe y los signos ideológicos de su presencia (iglesias, cruces, discurso) son cubertería cara en una cena sin su comensal principal. La violencia  viene a rellenar el vacío que ha dejado la no-representación de lo trascendente.


Dios, en una viñeta de Chronicles of Wormwood, representado como un pajillero chiflado

En Troubled Souls (durante la huida del protagonista al campo) arranca también cierta visión ecológica: el paisaje natural como paz geológica en oposición a la violencia geopolítica (véase la reivindicación ecológica en su obra de 1995, Goddess). Lo caótico no está en lo telúrico, sino  en lo humano, la obra culminante del proyecto divino. Después de escribir una continuación a su primera obra, For a Few Troubles More (primeros guiños a su pasión por el western), Ennis publica True Faith en 1990, en la editorial Fleetway, continuando su línea de historias vivenciales, y con Warren Pleece a los lápices y al color. Ennis mezcla otra vez la religión y el terrorismo en un cóctel que vuelve loco a su protagonista.  Esta etapa ideológica alcanza a otras obras como Bloody Mary (1996-1997) o, en buena medida, a todas sus obras bélicas, como veremos luego. Con la llegada de nuestro autor al mercado norteamericano en 1991 con el Hellblazer de DC, descubrimos una nueva formalización de lo religioso: la simbólica.



En Crossed religión y brutalidad están grabadas a fuego en la cara
de zombis postapocalípticos

La forma simbólica podría estar representada por obras como Demon (1993-1995) y, ante todo, por la larga etapa en la serie Hellblazer (1991-95: #41-83). En cualquier caso, ya en Juez Dredd: El día del juicio (1992) Ennis se recreaba con el motivo del Apocalipsis. La aparición de todo un mundo féerico, mitológico, transitivo, típico de la Emerald Isle irlandesa, culmina en Hellblazer con el desarrollo de las jerarquías intermedias de la religión bíblica. El Mal ya no es cosa exclusiva de una humanidad isolada, sino también de las ángeles y demonios, teóricos paladines del Bien y el Mal. Los habitantes del Cielo y el Infierno descienden a la tierra, conviven con sus moradores y emblematizan sus conflictos. El giro hacia la figuración lo estimula el propio argumento de Hellblazer: las idas y venidas de John Constantine, un detective de lo oculto creado por Alan Moore en The Swamp Thing. La primera etapa de Hellblazer, escrita por Jamie Delano, transitaba por el camino de lo paranormal y lo oculto, pero no acudía a materiales religiosos, y se quedaba en lo pulp. Ennis es el responsable de redibujar la sustancia de lo oculto y orientarlo hacia el sustrato bíblico a partir de la jerarquía típica: Dios y Lucifer, por un lado, los ángeles y los demonios, por otro,  y finalmente el rango de los hombres, además de introducir las topografías del Cielo y del Infierno. Lo interesante de estas figuras y sus niveles es la desjerarquización a la que los somete Ennis. Si bien recupera toda una tradición simbólica de aroma apocalíptico, rehúye el tratamiento escatológico, predestinado ya, y se entretiene en imaginar los enfrentamientos que podrían suceder (mención especial merece la historia del arcángel Gabriel, el Snob). Con Ennis la jerarquía representada pierde su rigidez: el hombre puede burlar a los demonios, los demonios fornican con los ángeles y se pelean entre sí. Bien y Mal dejan de ser conceptos unívocos, y así sus integrantes. Mediante una estrategia tradicional de representación simbólica, Ennis pinta un fresco distinto al habitual, donde gobierna el caos y la contingencia en lugar del orden y la predestinación. Ennis despliega a las criaturas de la teodicea, pero las revuelve de tal modo que Dios ni pincha ni corta, no tiene autoridad ni puede garantizar orden alguno.


La soledad del confesionario es un motivo crucial
 en la obra de Garth Ennis

Hablábamos antes de una contra teodicea: una negación de la existencia divina y de sus atributos mediante sus propios significantes simbólicos de aseveración. El modo de representación simbólico de lo religioso tiene como objetivo la gestión óptima de nuestra relación con lo trascendente, mediante una mejor comprensión (por analogía simbólica) de los fenómenos: ya sea la paloma para representar al Espíritu Santo o el macho cabrío para figurar al demonio en un aquelarre. La simbología religiosa expresa un estado de cosas al tiempo que lo mantiene. Ennis usa las figuraciones angélicas o la topografía avernal, respetando las convenciones de representación simbólica, pero luego desbarata su función o su significado, de  modo que lo simbólico ya no funciona como correspondencia con un estado real de cosas. Cuando el autor otorga equivocidad moral a los ángeles, cuando permite el caos demoníaco, está destruyendo todo un complejo simbólico donde las presencias funcionan ordenadamente conforme a un plan escatológico ineludible. O sea: está negando la escatología cristiana, cargándosela, representando su quiebra. Esta es la segunda y más importante formalización de lo religioso en Garth Ennis. Pero todavía hay algo más. Hasta aquí hemos visto que Ennis ataca la religión bíblica de forma indirecta: Dios tiene un patio, fíjate tú cómo está el patio, luego el patio no puede ser de Dios porque sino no estaría como está. Corolario: Dios no existe. Pero en ningún momento se ponía en solfa a Dios directamente, su representación, en tanto que ser imperfecto. Ahí es donde entra Predicador (1995-2000). Si Dios no controla el cotarro —porque existe el Mal en el mundo y los presupuestos religiosos se han alterado— entonces Dios es imperfecto. La gracia de representar a Dios en su imperfección es que se trata de un oxímoron. Cuando leemos Chronicles of Wormwood y vemos a un viejo con barba, embutido en lino, flotando por los aires y haciéndose pajas, asistimos a la representación de una aporía religiosa, un absurdo, la representación de la contra teodicea de un guionista ateo. Dios es un tipo que crea cosas sin orden ni sentido último, un pajillero. El mundo es una paja mental que se ha hecho Dios. Así solo puede haber caos y sinsentido último. Esta idea, en Predicador, está combada hasta el bucle y deviene de lo más interesante.  Resulta que Dios es un tipo egoísta que, una vez que ha creado el mundo, lo abandona a su suerte y se larga dios sabe dónde. Pues bien, la fantástica historia protagonizada por el reverendo Jesse Custer es una búsqueda de Dios, un viaje hasta el conocimiento divino, pero para partirle las piernas. Ennis pone en juego a un Dios cuyos atributos fallidos lo vuelven inconcebible, no-existente, y luego encima inserta a un predicador que, literalmente, va en su busca. Buscar a Dios como búsqueda de algo que no existe. De chiste. La maniobra de Ennis parece cómica y lo es, pero antes que eso es inteligente y retóricamente  habilidosa. No solamente por las licencias a la lógica teológica que le permite su ficción (superar la no contradicción), sino por los recursos figurativos que maneja. Es el caso de la búsqueda.


 

El Punisher de Ennis reescribre la parte maléfica del personaje,
 más allá del trauma por el asesinato de su familia

La vía interior confesional, la vía ascética rigurosa o la silente vía mística funcionan como hipotextos de Predicador, que los parodia para refutarlos. Si hasta ahora Ennis se manejaba simplemente en el desajuste simbólico para parodiar el sentido, en la búsqueda de Custer funciona otro recurso que va más allá (más acá) de la analogía: la literalidad irónica. Custer va a buscar literalmente, a través de miles de viñetas, a Dios. Figuradamente, sabemos que Custer se está enfrentando al sinsentido, a la nada. Se trata de una figuración irónica. El predicador va en busca de Dios, pero Dios está en la pista de baile. Nos queda una tercera y última formalización de lo religioso: la alegórica.


La etapa alegórica coincide con sus guiones para publicaciones de temática superheroica, aproximadamente a partir del año 2000, es decir: The Pro (2002), Spider-Man’s Tangled Web (2001), Hulk Smash (2001), Ghost Rider: The Road to Damnation (2007), Thor: Vikings (2004), The Authority: Kev (2005), The Punisher Max: Born (2007), Midnighter (2007) o The Boys (desde 2006). Certificado su periodo nihilista, podríamos pensar que Garth Ennis cambiará de tercio. Pero no, el cambio es retórico. Ya no se ataca explícitamente al hecho religioso, sino a sus características alegorizadas. En los cómics de Ennis, el superhéroe constituye una alegoría religiosa de Dios y sus atributos. Todo ser suprahumano, todopoderoso, vigilante del orden y la paz mundial, es esencialmente ridículo, porque no  tiene razón de ser. Ningún semidiós, ningún grupo superhumano, pueden garantizar la vigilancia del bien, ni siquiera podemos garantizar que esa vigilancia se lleva a cabo honestamente. Si en la forma simbólica el problema era de tipo ontológico (¿existe o no existe Dios?), en la forma alegórica el problema es, sobre todo, ético (¿quién nos dice que un superhombre actuará bien?).


La nueva línea emprendida por Ennis proviene de la renovación de la ética superheroica que iniciara el Watchmen de Alan Moore (al hilo del ¿Quis custodiet ipsos custodes? de Juvenal)  y que continuara Warren Ellis en varias de sus obras. El bien y el mal, el protector y el protegido, siguen siendo conceptos inestables. Ennis aborda esta idea de varias maneras. A veces mediante contrariedad (el “monstruoso” Hulk que solo quiere que lo dejen tranquilo en Hulk Smash), rebatiendo los traumas oficiales del justiciero (en Punisher Max: Born, donde se explica que la maldad de Frank Castle es congénita y para nada la venganza traumática que nos quería vender la Marvel al principio), o reventando el decoro del género: la  prostituta de The Pro y su burla de los miembros de la JLA; cuestionando al todopoderoso Thor con una paliza en Thor: Vikingos; convirtiendo directamente a los  superhéroes en amenaza en The Boys, al modo de la Civil War de Marvel; o ridiculizando el dibujo y la composición épica de Bryan Hitch en los combates en splash page de The Authority vol. I en su The Authority: Kev.


Los personajes de Ennis viven a medio camino
del bien y el mal
Estas son las tres formas que, por lo menos yo, detecto. Pero podemos añadir dos o tres cosas más que completan este breve acercamiento al fenómeno religioso en Garth Ennis. La inestabilidad categórica que reina en sus obras es una constante cuando adquiere la forma de convivencia entre religión y violencia. Uno de sus motivos más curiosos es el del religioso asesino (no como emisor desacomplejado de la sola fides, sino como cruza delirante, esquizofrénica): ahí entran en juego el peregrino profeta ex caníbal de Just a Pilgrim (2003), el cura asesino en The Punisher #4-5 (2000), la monja sicario en Bloody Mary o el cura acosador en Hellblazer. En cuanto a la comunicación truncada con Dios que pregoniza Ennis, hay un espacio que se va repitiendo en las viñetas: la iglesia como  lugar de lo comunicación imposible, como espacio de soledad, de sociedad imposible. Son habituales las imágenes de figuras solitarias en el deambulatorio o en los bancos, frente a la cruz, apelando a un ser que no contesta, porque es el signo de la nada.  Frente a este espacio no efectivo, Ennis impone el espacio del pub, donde las figuras sentadas, estimuladas de otro modo por el vino o la cerveza, encorvadas en una posición similar a la del rezo, sí hallan esta vez correspondencia. The pub where I was born, titula Ennis el número 47 de Hellblazer.  El pub irlandés es el verdadero lugar de reunión, resonancia comunitaria, donde lo social se expresa violentamente pero también en forma de compañerismo eficaz. El pub es el fanum de la religión atea de Garth Ennis. Hay, pero, un espacio intermedio y que me parece una de las claves de las historias bélicas del autor. Ennis siente predilección por presentar un conflicto bélico de grandes dimensiones (expresión de la violencia y el desorden originales) cuyos protagonistas son pequeños grupos militares (todo War Story (2001), es un ejemplo de esto, además de ser una obra brutal, pero también 303 (2004), Las aventuras de la Brigada del Rifle (2005) o Battle Britton (2007)). En el seno de una armonía social imposible, de un caos generalizado, Ennis reúne a varios sujetos (del mismo bando o de un bando distinto) y fortalece sus vínculos. Esos ejercicios de humanidad posible son el mayor resquicio de esperanza en la cosmovisión del autor. Así puede verse el trío que forman Cassidy-Custer-Tulip en Predicador, los soldados enemigos atrapados en una misma trinchera en Guernica en el episodio de War Story titulado Condors o el grupo de supervivientes que reescribe de alguna manera el éxodo en Crossed (2008). La compañía. El grupo como la mejor forma de recorrer el duro y esperanzado camino que va de la iglesia al pub.