martes, 23 de julio de 2013

DIOS, PULMÓN DE VACA

Fruela Fernández, Folk
Pre-textos, 2013, Valencia, 56 páginas


Si por algo se caracteriza la primera línea del panorama poético actual es por haber dejado atrás la dinámica de las escuderías poéticas y, en consecuencia, por haber alcanzado una mayor diversidad en las propuestas. Eso no quita, pero, que no se pueda seguir respirando cierto aire nuestro: y es que en la última década se ha dado cierta continuidad al descrédito y a la actitud de sospecha, como bien señala Malos tiempos para la épica, el volumen de ensayos sobre poesía que Luis Bagué Quílez y Alberto Santamaría han coordinado en Visor. Frente a esta actitud, hija quizá de la posmodernidad, han aparecido recientemente algunos poemarios (los casos de Gragera y Muñiz, ambos comentados en este blog) que apuestan por el abandono de la desconfianza. En términos poéticos esto no es, necesariamente, ni mejor ni peor, pero sí es un cambio ligeramente perceptible. Advertía Juan Cárdenas que el último libro de Fruela Fernández (Langreo, Asturias, 1982) constituye una instancia nueva de apertura del lenguaje. Ciertamente el asturiano, lejos de perseguir el botín de la autenticidad, nos ofrece por lo menos una palabra sosegada,  sin angustias, y que pretende. We are fated to pretend, cantan los MGMT. Folk está un poco en esta tesitura, en el ímpetu de saltar junto al fuego en la playa, de escuchar el verso,  decirlo. Quizá Fruela no esté incluso del todo incómodo frente a esa ancestralidad bizarra de antorcha y bañador del grupo de Connecticut. En una primera lectura podría parecer que Folk está del lado de la fragmentariedad, de la estética del retazo, pero no,  es el mismo hilo en todas las puntadas. No se asume: se pretende. Con tranquilidad parecida respiraba, por ejemplo, el último libro de Marcos Canteli, Es brizna, tras unos libros donde su escritura reparaba, atenta. 


Pero primero lo primero. El título, Folk. Piensa uno en el riesgo de titular así, de jerarquizar tanto. Pero sigue leyendo y nada desmiente la osadía. Y se le ocurren a uno muchas cosas, muchas preguntas.  ¿Por qué Fruela dijo folk exactamente? La impronta anglófona,  aunque semiprivatizada por los descendientes de Woody Guthrie o Pete Seeger, en realidad propone una aproximación al lenguaje de la comunidad que nos conduce  más allá del hispánico rescate periódico de lo tradicional (alguien decía que el pasado inmediato, artísticamente hablando, es la forma más remota de pasado) y alcanza, centrándolo, el problema de la enunciación lingüística. ¿Cómo decir? 

Varias cosas ha hecho Fruela aquí. Primero, ha seguido a sus colegas de generación en lo tocante a la
interrogación del lenguaje. Segundo, ha apostado por una palabra segura de sí misma, regresante. Tercero, ha elegido la vía de la tradición (conservadora en su manera de regresar, idéntica en su promesa de un punto de referencia  hispánico) para darle una vuelta de tuerca: hacerla dialogar con los temas (la filosofía del lenguaje, la Democracia española y sus cuitas) y los modos (la esquirla, la cruza, el rastro) de la poesía última.
Folk apunta a ese gesto cíclico de tomar aire que tiene la poesía española (esa amistad reiterada entre arte menor y poema culto) pero uno piensa en una nueva dimensión cuando se trastoca el concepto de folclore, nombrándolo en inglés y adaptándolo  para una labor mayor en el contexto internacional de la duda epistemológica. Folk aquí es Doña Urraca y el octosílabo, pero la propuesta de Fruela es más amplia : podríamos pensar en Bill Callahan, en el Manolo Caracol de Los Planetas, en Gogol Bordello, en la Orchestra de Kusturica o la Electric Masada, todos ellos formalizaciones distintas de un mismo sentimiento radical.   

Si uno observa la medida del verso, su disposición en la página, se dará cuenta de que el libro tiene unos referentes muy claros. Podríamos hablar de arte menor descentrado: versos de cuatro, de cinco sílabas, algún octosílabo, brotes sueltos que no llegan a formar la estrofa estipulada. El verso es de raíz tradicional, pero está dictado del todo por el oído. Decía antes que el suyo es un verso regresante, no regresivo. Porque la recuperación de patrones elementales convida a su vez a la nueva usanza: de repente el verso se alarga para conversar y rompe la inercia, o se hace a un lado, se deshilacha (ya en el primer poema), por exigencias del sonido o la visión. Son asiduos los ritmos bimembres, tónica y átona y tónica y átona, que pueden hacernos pensar en el phrasal verb inglés, en una poesía rítmica y exploradora en plan Cummings. 
Como decía, Fruela aborda también el problema de la indeterminación del lenguaje (un problema que empieza a hacer buena mella en la poesía española desde los 60 y la crisis entre realidad social y lenguaje). Pero su planteamiento nos permite que hablemos de una indeterminación positiva (la fidelidad en la incertidumbre de Gragera), casi solventada. La primera estrofa del libro, muy significativa, nos ubica: “Aquí donde dicen / marzo al cuervo / y septiembre al centeno”. ¿Aquí, donde? El lugar es la Asturias rural de Fernández y sus problemas, pero también es el texto, el aquí más inmediato. Ambos lugares indicados intercambian sus papeles en el libro. Porque el papel se convierte en el espacio donde contemplar la Cuenca minera, y la Cuenca minera propone, al tiempo, soluciones para un problema que tiene base literaria. La estrofa comienza planteando una nueva correspondencia: ya no entre realidad y enunciación (el mes de marzo y su signo ‘marzo’), sino entre la época del año y la presencia del cuervo. A una realidad le corresponde otra realidad. Esa es la solvencia del modelo popular: usar una palabra indeterminada, seleccionada al azar, ominosa, pero acertada y viva. Correspondamos a la experiencia con experiencia, en movimiento constante, sin que el lenguaje signifique nunca detención, signo estéril: “La costa se resiste a ser paisaje.” O, yéndonos al  final del libro, a propósito del lugar asturiano: “Cría sentido.” El sentido ya no es una función, una operatividad, es un nacimiento, un cuerpo orgánico que hay que cuidar: “Dios, cuida / […] los nombres del abuelo.” Reclamaba Fruela en su blog, mediante un texto de Handke si no recuerdo mal, la antigua imprecisión de la épica, la expresión inminente pero nunca definitiva como garantía literaria. No deja de ser curioso que gran parte de los nombres del poemario que están en asturiano correspondan a pájaros: táctiles y volátiles, locales pero fácilmente extranjeros: la “pega” (urraca), el “raitán” (petirrojo), el “tordu” (mirlo) o la “chova” (corneja). 



En esa misma línea de confrontar tradiciones se sitúa el discurso sobre la Cuenca minera asturiana: entre una industria antigua y su ruina en los sesenta, de nuevo la fuerza de la máquina (la estrofa) opuesta a su despiece (el verso entre la maleza, como un argayo desprendido, mientras orbaya). La belleza de los versos de Folk (“la lluvia hace los planes más sencillos”) esconde estampas no demasiado felices. Los cuerpos enfermos de quienes trabajaron en la minería, o sus fantasmas, pueblan el libro. “La tos / vuelve al amianto”,  “la chapa en el cuello de los operados” o el "golondrino duro". A veces, mediante un humor negro y una mala leche fundados en el desencanto: “es fruta en una bolsa de Hunosa es termidor del tejido” o como en el magnífico poema ‘La rodilla del Rey’, donde las bondades de la vitamina D sobre el calcio óseo de la rodilla del monarca hacen más dolorosa la visión de los viejos trabajadores del pueblo, meándose en las manos para aliviar el dolor en la piel.  Aquí Fruela, desdibujado, emparenta su discurso con la crítica socioeconómica de Vilas o García Casado. Porque, como dice el autor en un texto reciente, “en el folclore hay un gran poder de resistencia y de transformación política”. 


viernes, 26 de abril de 2013

PERFORMING PERFOPOETRY


Varios Autores, Perfopoesía. Sobre la poesía escénica y sus redes
El Cangrejo pistolero, 2012, Sevilla, 120 pág.

La publicación el pasado 2012 del volumen  Perfopoesía. Sobre la poesía escénica y sus redes significó la incursión de Cangrejo Pistolero, la editorial encabezada por Nuria Mezquita y Antonio García Villarán, en el campo del ensayo; tras más de media década de vida y un catálogo que ora atiende a los autores locales (los poemarios de Laura Rosal o de Javier Gato, por ejemplo) ora lo hace con los clásicos (el caso de Lovecraft o la próxima traducción de Una temporada en el infierno). Si tenemos en cuenta la conexión de ambos editores con el panorama perfopoético (organizando las sevillanas Noches del Cangrejo o dirigiendo el Festival de Perfopoesía de la misma ciudad andaluza), entonces es bastante coherente que hayan decidido dar el pistoletazo de salida a la colección abordando ese mismo asunto, como una evolución lógica de sus actividades (del hecho al dicho).


Sin duda, este es un libro interesante. Nadie puede negar que la perfopoesía es un fenómeno existente; ya sea como soplo de aire fresco en el rostro de la poesía (como reclaman los nueve autores del libro) o como edificio adjunto a la versificación. El propio García Villarán, en el ensayo introductorio, se encarga de demostrar que el fenómeno tiene una historia mínima, una escena y una nómina más o menos reconocible de perfopoetas. Pero también encontramos una aceptación parecida en libros relativos al circuito poético tradicional: Rodríguez-Gaona, un poeta que en su momento estuvo vinculado a la Residencia de Estudiantes de Madrid, en su libro Mejorando lo presente. Poesía española última: posmodernidad, humanismo y redes incluye en sus presupuestos generales de la lengua poética una partida para enunciar los “poetas performativos”, que comparten el mismo rango que los “neosociales” o los “neoesenciales”. También recientemente Raúl Díaz Rosales, en un artículo  a propósito de la poesía española joven en Quaderni Ibero Americani, hablaba de oxigenación del panorama poético, no solo en cuanto a temas se refiere, sino en cierta concepción multidisciplinar del poema. Esto acerca el ascua un poco más si cabe a la sardina perfopoética. Pero con ello quiero decir, básicamente, una cosa: que la reflexión sobre el tema no es desdeñable, sino necesaria.



Considerando el libro, obviamente hay un esfuerzo común implícito por alentar lo perfopoético, ciertos mínimos en los que los autores coinciden, pero afortunadamente el abordaje es diverso (comparativo en Eduardo Chivite, arqueológico en Javier Gato o sociológico en Nacho Montoto, etcétera) y se producen las divergencias necesarias para no hablar de publicación programática (aunque no podamos hablar de debate en lo mayúsculo). Si uno quiere saber cuáles son las ideas de este sector del panorama poético, indudablemente, esta publicación es una buena pista.


Sin embargo, personalmente, hay algunas ideas generales que atraviesan el libro con las que no estoy de acuerdo.

Tomemos, para comenzar, la definición que en el ensayo introductorio ofrece Antonio García Villarán del término perfopoesía: “escenificación del poema escrito, […] llevarla [a la poesía] fuera del papel o la pantalla usando los medios que se estimen más oportunos para ello”.
La definición, sencilla y acertada, me parece que es también compartida por el resto de los autores. Sin embargo, unas pocas páginas después, Villarán explica que cuando el poeta lleva los poemas al escenario “les da vida”. Más adelante, Gracia Iglesias Lodares habla en su ensayo del “olor a papel amarillento, a polvo y naftalina que evoca la tradición poética más conservadora”, o Javier Berger invoca la “buhardilla”, el “cigarrillo” y las “coderas” para referirse al acto poético clásico y continúa con la idea de una poesía “naftalínica” y “vetusta”. Por último, en el artículo que termina el volumen, Nuria Mezquita  habla de “libertad para el poeta y aire fresco para el espectador”. Según vemos, la imagen que se nos presenta de la poesía “negro sobre blanco”, recitada tal cual, sin aditivos, es algo peyorativa: menos vívida, menos fresca, menos libre y algo rancia. Es aquí donde empiezan mis desavenencias y donde, según mi opinión, podría tener lugar un interesante debate.


Efectivamente, el clásico recital de poesía en el que el autor se limita a leer su texto puede resultar soporífero. Pero, ¿a qué se debe esto? ¿Es este un problema de la poesía? Yo creo que no. Como muy bien indica Gracia Iglesias, que ante todo se considera “escritora en un sentido clásico”, recitar un poema, sin más ni menos, “destruye el concepto [del poema en sí mismo], porque no  ofrece el tiempo de lectura y asimilación que la poesía necesita, y al mismo tiempo roba al público la capacidad de proyectarse en el texto e intervenir en la creación del significado”. El problema de recitar poesía sin andamios no es un problema de obsolescencia, sino de género puro y duro: si entendemos la poesía (y por lo menos así la entiendo yo) como un acto de creación lingüística cuyo foco de atención reposa exactamente sobre el propio lenguaje (hacia él y desde él), entonces la lectura del poema simplemente lo impide. La percepción del poema por parte del lector (y su construcción en ese acto de percibirlo), como hemos leído, no es posible: al lector no solo le falta el tiempo de la percepción, donde los elementos cobran su función poética (por sí mismos y en su interrelación), sino que directamente carece de la dimensión visual del signo. Podemos, por ejemplo, en una lectura, escuchar un par de versos cuya estructura tenga la forma cruzada del quiasmo, pero sin su lectura no veremos jamás la dimensión gráfica de la figura: el goce estético y su significación quedan recortados, el poema se desmantela como unidad.


Quizá la poesía, en sí misma, sencillamente no está hecha para su representación sin riesgo de perder su identidad poética. Frente a este problema tenemos una solución: la perfopoesía. Pero estamos, por lo tanto, ante un fenómeno distinto, específico, que nace con la condición escénica. Si de alguna forma debe reivindicarse la perfopoesía es destacando sus propias características, su particular manera de operar estéticamente (en esta línea es muy interesante el texto de Óscar Martín Centeno, ‘Poética multimedia’), pero no midiéndola a la poesía escrita, ni achacando al verso en papel una supuesta vejez. Emplazar el verso escrito en el terreno escénico implica una previa desventaja si luego tratamos de suponerle ciertos valores, como quien saca un pez del agua y lo acusa por desfallecer. La poesía que es realmente vetusta, neftalínica y amarillenta lo es tanto en el proscenio como en el papel.
Mi segunda desavenencia tiene que ver con el concepto de performance, y está vinculado a lo anterior. Ciertamente tiene todo el sentido denominar performativo al acto artístico de llevar a escena la poesía impresa, pero a veces el libro deja adivinar la idea de que la poesía por sí sola carece de acción performativa. Y esto, en mi opinión nuevamente, no es así. La performatividad no es una propiedad privativa del cuerpo o el sonido: el lenguaje tiene sus formas de actuación, perfectamente performativas. Tímidamente lo avanzó Austin en su libro How to do things with words y más tarde consolidó esta idea Searle en Speech Acts. Hoy en día me parece imposible pensar en el funcionamiento de las figuras retóricas, en el acto intelectual y empático de la lectura o en el efecto semántico de una imagen poética si no es desde el punto de vista de la acción lingüística. La acentuación, la rima, la disposición sintáctica, entre muchos otros elementos, actúan en el poema escrito y provocan la descarga estética. Hay una performatividad en el lenguaje, y lo que hace la perfopoesía es introducir una dimensión distinta de lo performativo, más visible, más sonora si se quiere, pero ni mayor ni menor en términos de acción pura.


En tercer lugar y para terminar, en varias ocasiones se habla del origen de la poesía y se apela a los aedas o a los juglares (el texto de Javier Gato es un rastreo ejemplar), a una dimensión activa, musical, dramática, que está en el principio de la lírica. Pero no creo que debamos confundir origen cronológico con esencia. Como explica Roberto Calasso en La ruina de Kasch, la tradición no sirve para reivindicar el origen, sino para ocultar su ausencia.  Para bien o para mal, lo que hoy en día llamamos poesía se consolidó en un modelo impreso. Eso no significa que este modelo vaya a perdurar para siempre, ni que sea más legítimo. Pero la aparición (o reaparición) de nuevas prácticas poéticas no tiene porque eclipsar una definición de  género que parecía más o menos estable, que ocupaba un lugar. No creo que sea necesaria ninguna carrera tácita por la pureza de sangre. Tal y como están las cosas, hablemos de perfopoesía, sin más, como un pilar artístico nuevo. Y bienvenida sea.







domingo, 24 de marzo de 2013

GRAGERA'S INN

El tiempo menos solo, Abraham Gragera
Pre-textos, 2012, 50 págs.





Podemos convenir que los doce años que van desde 1998 hasta 2010 (tomando como punto de partida Las afueras de García Casado y como remache el  ensayo de Rodríguez-Gaona, Mejorando lo presente) han constituido, por así decirlo, la década de la posmodernidad en la poesía española. Durante ese período, en algunos de los poemarios más importantes (escritos por autores nacidos a finales de los 60 y a lo largo de los 70), detectamos en primer lugar una serie de características poéticas que emanan más o menos directamente de las nuevas condiciones epistemológicas en las que se plantea esa cosa llamada “posmodernidad”;  además de la superación de los conflictos  entre una poesía de la experiencia y una poesía de corte esencialista (véase el célebre prólogo en La lógica de Orfeo o recientemente la introducción de Juan Carlos Reche en Para los años diez). La aparición de este nuevo panorama poético español sumado a la llegada de traducciones de poesía extranjera de procedencia muy variada podría explicar, por ejemplo, que los nuevos poetas nacidos en los 80 hayan partido, de alguna forma, de una especie de quilómetro cero de la influencia.
Volviendo a la nómina de poetas de los 60 y 70; mientras que la mayoría de ellos dan un giro hacia la posmodernidad y subrayan en los propios versos la inflexión de los tiempos, asumiéndolos estéticamente como quiebro, otros conviven con esa “novedad” mediante una asunción menos crítica. Es aquí, en una especie de “posmodernidad tranquila”, donde podríamos situar a gente como Luis Muñiz (Caborana, 1964) o Abraham Gragera (Madrid, 1973), poetas que han hecho de la duda un arma indudable, que pisa sobre seguro: sin alarma, sin carnaval, sin estoicismo.

El último libro de Gragera, El tiempo menos solo,  es la consolidación con matices de una línea que se empieza a esbozar en Adiós a la época de los grandes caracteres (Pre-textos, 2005) y que ya estaba en germen en Desviaciones y demoras o en las diversas antologías que lo recogieron a principios de siglo.

Adiós… ya dejaba más o menos claras sus intenciones desde el principio con un poema, ‘Estrella fugaz’, donde la observación poética se combinaba con la observancia de lo inaprensible: “Aún es pronto, demasiado pronto para el ojo  / pero tarde, muy tarde ya para el pensamiento”, o declaradamente, como máxima tonal, en ‘Casi demasiado serio’: “las cosas que se cogen sólo para soltarlas… me gustan, porque no van a ningún sitio, pero no llegan nunca tarde”. La dubitación serena entrañaba una percepción mejor en verdad, y compartía espacio con la atención exquisita por el ritmo, la eufonía, o la amistad con la tradición estrófica.

En El tiempo menos solo encontramos un escenario similar, tal vez más meditativo. La contemplación del entorno (las cosas, cabe decir, como señala Rodríguez-Gaona) es, ahora, en buena parte del poemario, reflexión sobre las condiciones de esa acción. Al contrario de lo que podría parecer, Gragera retoma antiguas preocupaciones que parecían implícitamente asumidas: ¿cómo decir las cosas?, ¿qué hacen las cosas aquí? La preocupación inicial por la palabra (en ‘Los años mudos’, ‘Nuestros nombres’ o en alguna alusión al Juan Ramón Jiménez de Eternidades), anotada sin respuestas transitivas, nos devuelve a la inmanencia: “que nosotros también fuimos dichos, que / nada de lo dicho pertenece a quienes administran las palabras”, al mismo terreno de la duda desacomplejada: “y descubrir hasta qué punto somos accesibles a  la plenitud / de unas flores sin nominar, abecedarias”. La voluntad de “sernos fieles en la incertidumbre” sigue combinándose con un verso que se escucha y computa, además de alguna solemne gravedad muy equilibrada: Gragera sabe que la pendiente de la elegía es fácil, y se inclina con distancia (avisados estamos desde su primer libro: “Ya verás como siga así este tiempo. Van a proliferar las / elegías” y vueltos a avisar ahora: el caso de ‘Remoto figurado’).

Quizá sea triste no ser más que la compañía del tiempo. O no, quién sabe. Pero este libro también, en cualquier caso, hace esa soledad más tenue. 

viernes, 1 de febrero de 2013

BALADAS PARA DESPUÉS: UNA RESEÑA ANTIGUA


Baladas del dulce Jim, Ana María Moix, Bartleby, Madrid, 2010, 84 págs.



¿Cómo? ¿Qué leches podrían tener que ver Medel o Pardo con esos poetas grandullones? La respuesta la tiene Bartleby Editores y los libros de poesía de la colección Lecturas21. Con la publicación en 2006 de Puedo escribir los versos más tristes esta noche, de Félix Grande, Bartleby iniciaba una labor de saneamiento poético. Se trataba de recuperar –así lo confiesa el responsable de la colección, Manuel Rico– algunas de las obras más importantes de la poesía española, desde la Guerra Civil principalmente, bien porque habían caído en el olvido, bien porque solamente se encontraban en recopilaciones (que desmerecen la autonomía del poemario) o de forma fraccional y antologada. Cuatro años después, amén de la obra del señor Grande, el lector dispone en edición exenta de obras tan importantes como Tratado de urbanismo o Blues castellano. Pero además de esa labor de conservación, Lecturas21 rompe una lanza por la proyección.

El gesto de la recuperación supone la asunción de cierta tradición poética y, a su vez, la recomposición de cierto canon tácito, devolviendo a un lugar central la obra de poetas que se habían ido quedando misteriosamente al margen (pienso en resurrectos comos Diego Jesús Jiménez, pero también en otros como Miguel D’Ors o Manuel Padorno que todavía permanecen en el limbo injusto del greatest hits). Editar esas obras junto a un texto epilogal (“la lectura”) a cargo de poetas jóvenes nacidos entre los sesenta y los ochenta –que a menudo tienen la misma edad que las obras que comentan– supone una contribución interesante y novedosa al panorama poético. Novedosa porque, como explican en Bartleby, tales lecturas pretenden mostrar qué lugar ocupa la obra editada en la educación sentimental del joven autor («con los componentes emocionales, sentimentales, anímicos (no sólo de técnica poética), propios del joven de este siglo que lee un poemario de un autor consagrado probablemente publicado por vez primera décadas antes de que él naciera» –Manuel Rico dixit). Así, la lectura del libro se convierte en una pieza reversible: podemos leerla por su anverso poemático o por su reverso histórico. Esa novedosa lectura de revés es también, decía, interesante por eso que tiene de informativa: traza afinidades, agonías, relecturas o advierte de reverberaciones entre poetas. Y ese ejercicio, que puede parecer ligero o sentimental, es lo más cercano a una poética individual o a una reestructuración de las figuras del siglo XX en los cánones del XXI. Un ejercicio más cercano a lo que ya Gimferrer decía en su propia poética para Nueve Novísimos («prescindir de la elaboración, insufrible para mí, de una POETIKA (perdón Cortázar) al uso, tras los delirantes excesos de J.R.J. (véase “Estética y Ética Estética”) y de la mediocridad general de las poéticas insertadas en las antologías circulantes últimas y no tan últimas»). A veces lo que un poeta desea es decir, simple y llanamente, lo que le gusta. Y a veces «lo que me gusta es tocar la trompeta en una calle oscura; por eso escribí las Baladas del dulce Jim». Palabras éstas de Ana María Moix, en la misma antología novísimaY es que la primera obra de Moix, publicada en 1969, es el ejemplo más reciente de esas Lecturas21, rescatada este mismo octubre y leída por Pilar Adón (Madrid, 1971). Con ella se recupera una voz prácticamente escondida (es significativo que el ejemplar de su poesía completa que alberga la red de bibliotecas de Barcelona se hallara todavía hoy intonsa: tuve que echar mano de cúter), reconocida más bien por su labor como novelista a lo largo de todo el XX (su producción poética tiene unas fechas muy estrictas: 1969-1972).


Baladas del dulce Jim supone la acreditación poética para una poetisa que, sólo un año después, iba a sacar a la luz un libro descomunal como es No time for flowers (1970), con un fulgor y una fuerza parecidos al de Blanca Andreu y su Niña de provincias (1980). Siguiendo un estilo muy pero que muy similar al de su compañero de fatigas castelletescas, Leopoldo María Panero, en su primerizo Así se fundó Carnaby Street (1970), en las Baladas de Moix, poemario cuyo asunto me parece inenarrable (si bien Pilar Adón habla de adolescencia y madurez, de libertinaje formal), convergen motivos y referentes sacados directamente de la gran pantalla con biografemas de la propia Moix disfrazados de historieta neorromántica («Todo en la vida es como una canción», dirá en Nueve Novísimos). A nivel formal la autora realiza los primeros estiramientos para esa poesía al sprint que es No Time for flowers, con quien parece inexplicablemente conectada (persiste el tema del crimen, la ambientación mítica e incluso el eco de su anterior libro: en ambos libros se interpela a «Federico»). En cuanto a las Baladas, la naiveté de la rima facilona se da la mano con la seguridad terminal con que escribe «Todo esto sucederá siempre» o con el uso desenvuelto de la elipsis cinematográfica (ahí la proximidad con el Panero cinéfilo). Las nuevas formas de narrar del montaje cinematográfico, sin peajes explicativos ni espaciotemporales, devendrá a-narración en el texto poético, perdidos los recursos visuales de los que se vale el cine para desplazarse con facilidad en el tiempo y establecer relaciones lógicas en la historia que se cuenta. Un ejercicio que enNo time for flowers será frenético.

En cualquier caso, ahora ya lo saben, solución al ejercicio 1: Ana María Moix, Pilar Adón.
Poesía del veinte, en el veintiuno.


*Reseña publicada originalmente en Revista de Letras, en noviembre de 2010:

viernes, 18 de enero de 2013

AGUA QUE NO HAS DE BEBER



El niño que bebió agua de brújula, Julio Mas Alcaraz
Calambur, Madrid, 2011, 219 págs.



Desde su aparición a finales de 2011 en la colección de poesía de Calambur, el segundo poemario de Julio Mas Alcaraz (Madrid, 1970) ­el primero fue Cría del ser humano— se ha convertido, quizá, en el libro mejor saludado por la crítica durante 2012. La demora para escribir estas líneas ha sido, por lo menos, positiva para tomar nota de una recepción particular. Para empezar, causan sorpresa los nombres que Mas convoca en los agradecimientos: Gamoneda, Doce, Mestre, Ada Salas o Ana Gorría. Esto, claro está, no es poéticamente relevante; pero que un autor joven y hasta ahora poco conocido como poeta obtenga el explícito beneplácito de un grande como Gamoneda (véase el frontispicio con que abre el libro el asturiano)  es, como poco, para rascarse la curiosidad. A estos nombres cabe añadir el consenso de las reseñas en blogs y suplementos, e incluso del colectivo online de contracrítica Adison de Witt, que lo eligió mejor libro de 2011.


Otra de las cosas que sorprende de El niño que bebió agua de brújula es su extensión: doscientas páginas. Sorprende porque no suele ser habitual, hoy por lo menos, encontrar en la poesía joven un libro que supere las noventa. Pero sobre todo sorprende porque, precisamente, este es un libro del que se ha destacado, más bien, su vocación intensiva: un libro construido hacia dentro (parafraseo) que establece una relación particular con las cosas, a la inversa de la relación in extensio que se produce normalmente con el lenguaje. La escritura de Mas Alcaraz, entonces, abriría una grieta, un mundo infrareferencial, por donde se colaría el lector arrastrado por la palabra del poeta madrileño, espectador de un tiempo distinto. Pero en mi opinión esto no es así. O, si acaso, no de este modo exactamente. Alcaraz, como toda su generación (de Pardo a Canteli), escribe a sabiendas de que la relación entre mundo y lenguaje es inestable. No quiero decir con esto que nuestro autor pertenezca a ese tipo de poesía que aborda la problemática del lenguaje (en este sentido, me parece que Mas Alcaraz hace alusión pero en seguida suelta ese “lastre” para proponer un recorrido más, digamos, placentero, menos teórico). Ubicación y pérdida,  memoria y amnesia, fragmento y continuidad, me parecen materiales de un mismo mundo poético asumido con tranquilidad, sin aspaviento. Decir decir poéticamente­ conlleva peligros, implica un acto de lenguaje intensivo, inscribir lo que se dice en otro sitio, en otro mundo. No hay nada ni antes ni después de la metáfora, porque un verso siempre es paralelo a nuestra experiencia. El viaje hacia dentro, me parece a mí cuanto menos, es un presupuesto del acto poético. ¿A qué se refiere Mas Alcaraz, entonces, cuando pone la atención sobre esa agua de brújula administrada como un aprendizaje forzoso que el poema niega? Esa agua que no se ha de beber, ubicativa, garante del orden, que direcciona el mundo de forma unívoca, no se enfrenta tanto a una idea cosmogónica de la escritura (el poeta como creador de un mundo con sus propias reglas, con imanes dispares), porque esto, decía, se le presupone a día de hoy al poeta en su ejercicio, independientemente de si el asunto sale a flote tematizado; más bien propone una investigación telúrica. Diría que el niño de Mas Alcaraz no pretende una desubicación por vía poética, un au-delà, sino la recuperación de una simpatía profunda con el mundo, con la realidad. El mundo, el dolor del mundo concretamente, brújula en mano, es incomprensible. No se trata de abandonarlo y abonar otro terreno de edificación, sino de hincar la rodilla en el suelo, pegar el oído y auscultar, oír cómo la realidad respira. La propuesta de Mas Alcaraz puede que tenga más que ver con la comprensión que con la creación autárquica. Y para ello nos depara un viaje. Un viaje que exige abandonar la brújula para beber de otro agua, un viaje del que partimos arrodillados.


Las formas de este viaje son las de la intensión poética. En ese sentido, Mas Alcaraz prefiere que comprendamos el mundo intuyéndolo, y nos expulsa poco a poco de la comprensión, para tomarle cada vez más el pulso. Aquí está, según creo, una de las cosas que hacen más interesante este poemario: recorrer una distancia extensiva, desde la intensión propia del hecho poético. En este sentido, este es un libro realmente duro, doloroso, exigente, que nos obliga a avanzar de un modo que parece proscribir la idea misma de desplazamiento. Pero esa es su gracia, desplazarse así. Pero desplazarse, doscientas páginas, con la seguridad de que no perdemos cierta creencia moderna en el sentido, porque nos dirigimos a alguna parte, sin duda. Esta idea de desarrollo que tiene el libro rompe, a mi gusto, cierta idea poética contemporánea que piensa la creación en el vacío, como un fogonazo en la imaginación (el poema como artefacto estético breve que ya está en Poe y sus principios compositivos), y que se presta a una escritura breve pero esforzada. El niño que bebió agua de brújula camina entre dos aguas, la incursión y la andadura, y lo atraviesa el cansancio: leemos el libro en una mal postura, sin saber bien bien qué conducta adoptar como lectores, si perseguir el sentido emergente, saltando de roca en roca, o dejarnos hundir de un modo definitivo. Un modo pendular, como han llamado a esto algunos en la última década.


Una de las cosas que resultan más extrañas en la recepción de este libro es que nadie ha apostado por la descripción argumental. ¿Qué sucede exactamente en los versos de Alcaraz? ¿Nos cuenta algo concreto? Por lo que yo sé, la crítica ha maniobrado de forma concéntrica.


Como bien ha apuntado Raúl Quinto en su crítica en la revista Quimera del mes de mayo, en Mas Alcaraz hay algo hay bastante de la mística. Esto no es descabellado si a la tradición mística castellana le sumamos la norteamericana (según Jeannette Clariond en su prólogo a La escuela de Wallace Stevens, la poesía estadounidense habría recibido una honda influencia de la española) y tenemos en cuenta que nuestro autor es traductor del inglés y conoce bien la poesía de ultramar. Mística entonces, digo; este poemario puede leerse como una vía mística, un ejercicio espiritual para comprender mejor el mundo. Los distintos tiempos (Tiempo 4, primero, y luego el Tiempo 1, Tiempo 2… hasta el Tiempo 8) no son tanto una reconfiguración poética del mundo, una percepción fragmentaria y no lineal donde el sujeto es la medida,  sino una escalera (en la tradición del neoplatonismo o de la cábala), las distintas etapas de una vía interior a las que el autor denomina “tiempos”. Veamos ahora, para terminar, si podemos intentar una interpretación algo más clara —y desdeñable, por ser un mero acercamiento prosaico— del asunto del libro.


El niño que bebió agua de brújula, me atrevería a decir, parte de un hecho muy concreto: la muerte de un ser amado. Inicialmente me pareció que podíamos pensar en la muerte de la madre, pero tengo mis dudas: en cualquier caso una persona amada perteneciente a la intimidad del yo poético.  Aunque los poemas funcionen como acumulación de escenas o paisajes mínimos que se abren para cerrarse sobre sí mismos al cabo, la escritura contiene una claridad significativa. Estas escenas tienen una complejidad añadida (confesada a su vez por Alcaraz): hay una variación de puntos de vista que moldea el poema y, como pago, lo intrinca. El ‘Tiempo 4’ que inaugura el libro pone un cuerpo enfermo sobre la escena de forma explícita. El cuerpo de la enfermedad es el punto de partida decisivo, porque es la mínima marca de la ausencia, o al revés, la última señal de la presencia. Ahí y solo ahí ­—el resto es capitalizado por la escritura— tiene el viaje su principio. Este tiempo de muerte presentida es, quizá, posterior en los acontecimientos, pero la memoria lo sitúa en primer lugar. Me parece que es más bien una cuestión de memoria (la distensión del alma de la que hablaba San Agustín) antes que la reordenación típica del creador posmoderno. Si el primero era el tiempo de la emoción central, que solicita la voz, el ‘Tiempo 1’ ya tiene la marca de la escritura. Los paisajes de Alcaraz darán cuenta, con cierto aire simbolista, de la encarnación de la pérdida, el enfermo en la ciudad: esto es, el cuerpo doliente y lamentado, como literalidad. La relación del yo con el dolor es de tipo elegíaco, el sujeto anda suelto y siente.


El ‘Tiempo 2’ comienza el desarrollo ascendente, el yo se mueve entre el recuerdo o la pesadilla y el intento de comprender el dolor por vía ataráxica: aislar la emoción, observarla y de este modo lograr que se apacigüe: “El dolor más intenso / y puro. /Que sólo quede él. // Hasta que el viento frío. / Hasta que el vértigo”, poema IX. El ‘Tiempo 3’ aumenta la paleta de colores del libro y nos acerca a la zona del delirio, el sueño, la plegaria, con un fondo solemne y oscuro, que a veces recuerda los dejes del expresionismo. Esta contorsión tiene que ver con la primera enajenación del sujeto, que ya no recorre el mundo de los vivos. El ‘Tiempo 5’ comienza con una estrofa mínima, una sentencia moral que tiende un puente entre la endecha y la comprensión de la muerte: poema I, “Tiempo de irse y dejar / la casa de los espejos tapados”. Si comenzábamos en la ciudad, ahora el autor está fuera, al descubierto, con incursiones recurrentes en el sublime pictórico para expresar este estadio mayor del alma; la etapa termina con el imaginario tribal, mítico, de los cultos dionisíacos que enlazan vida y muerte en un ciclo necesario. El yo poético va adquiriendo, cada vez más, una voz autorizada, poética, para explicar el mundo. En el ‘Tiempo 6’ seguimos esa misma senda: la visión de la realidad como fuerzas telúricas enfrentadas. Una violencia que, sin embargo, es verdadera y, por lo tanto —siguiendo una visión platónica—, resulta  de gran belleza. Tanto el ‘Tiempo 7’ como el ‘Tiempo 8’ consolidan el recorrido, allegándonos a los orígenes. La parte séptima se sirve para ello de unas formas desérticas que nos recuerdan a la tradición de Valente, Jabès o los poetas tinerfeños, con Sánchez Robayna a la cabeza. La última parte, en cambio, recupera el talante simbólico con alusiones mitológicas que nos demuestran que hemos llevado a cabo un viaje con el espíritu: “consciente y lúcido     parado el respirar // lejanos Maya y Malkuth // ahora es paz la muerte”, poema XVII. Recordemos que Maya es como llama el hinduismo a la realidad perceptible (el mundo sensitivo de Platón); mientras que Malkuth es una de las diez sephiroth del Árbol de la vida, en la tradición cabalística, que corresponde al reino de lo material, punto inferior y fundamental a la vez de ese recorrido místico.

Sigue quedando por decir, y lo dicho es poco. Pero eso ha de quedar para otro lugar, para otro momento. Lo que es seguro es que Alcaraz ha escrito un libro digno de recordar.


lunes, 12 de noviembre de 2012

FICUS CARICA



Como higuera en un campo de golf, Antonio Cisneros, Kriller 71, Barcelona, 2012

Hay debate, en la hora descriptiva, sobre si la higuera es un arbusto o un árbol de pequeña dimensión. “Su corazón es una higuera”, dice prontamente el poeta limeño Antonio Cisneros en un verso de 1962. El pasado 6 de octubre a Cisneros se le encogieron el cuerpo y el alma hasta alcanzar el tamaño de un pequeño árbol, o de un arbusto, pero no hubo duda sobre sus frutos: había producido una de las mejores obras poéticas de la literatura peruana. 

El fruto de la higuera, también conocida como ficus carica, es el higo. La higuera es típica del Mediterráneo, pero también de la costa del Perú. El fruto de la higuera se consume fresco, pero a diferencia de otros brotes botánicos, el higo conserva su poder nutritivo una vez seco, al cabo del tiempo. Algo parecido sucede con Cisneros y su libro Como higuera en un campo de golf, que nos trae la nueva editorial barcelonesa Kriller71 para inaugurar deliciosamente su catálogo. Como higuera en un campo de golf se publicó en Perú en 1972, el mismo año que la agencia española del ISBN empieza a registrar las publicaciones. Si consultamos este archivo y tecleamos el título de marras, tan solo aparece la edición de 2012. ¿Pero cómo? Sí, resulta que han hecho falta 40 años para podernos llevar ese fruto a la boca. Cuarenta años de sequía y cayó la higuera, pero el higo sigue intacto.

Antonio Cisneros perteneció a la llamada “Generación del 60” de la literatura peruana, junto a nombres como Javier Heraud, Rodolfo Hinostroza o Luis Hernández, reunidos por lo común en torno a la limeña Universidad Nacional Mayor de San Marcos. En una década de euforia reivindicativa y furor político a escala mundial, la literatura peruana (y concretamente la poesía) daría un giro hacia la modernidad gracias, entre otras cosas, a la relectura de la última tradición inglesa (Eliot, Pound, Lowell…) y la introducción del registro conversacional. Un movimiento muy parecido al que realizaría, por el mismo entonces, la poesía española de finales de los 60, ya sea a cargo de los poetas del 50 que recorrieron el camino de la ironía de línea clara (Ángel González o Gil de Biedma) o los jóvenes sesentayochistas que habían leído furiosamente a Eliot y hondeaban la bandera de la novedad.  

Cisneros, como Deleuze, no soportaba a los animales domésticos: “Un chancho hincha sus pulmones bajo un gran limonero / mete su trompa entre la Realidad / se come una bola de Caca / eructa / puajj / un premio.” Así dice el primer poema del libro, ‘Arte poética’, una clara declaración de intenciones. El poeta se dedica a hurgar en la realidad, que es execrable, y emite sus conclusiones, entre el humor y la amargura, que quizá sean las cifras del sarcasmo.

Como higuera en un campo de golf tiene un contexto bastante concreto. Dos años después de licenciarse, Cisneros abandona su país, en 1967, para dar clases en distintas universidades. Cuando lleve a cabo su escritura, estará viviendo en Niza y ya habrá pasado su etapa inglesa, presidida por la absorción de cierta poesía británica y el desengaño político de raigambre ideológica. Cisneros, residente en la Costa Azul, se siente, al filo de la década, como una higuera en medio de un campo de golf. Quedan atrás sus primeros libros, donde la tierra juega un papel importante, queda atrás, bien lejos, el país, la familia. Cisneros soporta la lejanía y la imagen de su resistencia es ese ficus humilde de su primera producción poética, cien por cien peruana. Ese campo de golf es Europa, el país del deporte, sumisión  sofisticada de lo salvaje. Lo corroboran (y ahí están, en mi opinión, dos grandes perlas de este libro) poemas como ‘Denuncia de los elefantes’ (donde Tarzán es una figura del colonialismo) y, sobre todo, el sobresaliente ‘La caza de la liebre (1887)’, donde la ironía afila al máximo la inteligencia. Muchas cosas es este poemario. En palabras de Aníbal  Cristobo, su editor, por ejemplo, es una crítica al etnocentrismo europeo. Pero también es una marea de turistas que irremediablemente visitarán el Duomo, es un par de postales que van directas hacia Lima, o es la enseñanza nostálgica de “los usos del amor –la cópula y el cansancio–“…

Sea como sea, ahora que el higo está en el suelo, la mano habrá de tomarlo. 


*Publicado originalmente en el número de noviembre de 2012 de la revista Quimera 


domingo, 11 de noviembre de 2012

CARAS B DEL NUEVO REALISMO



Compro oro, Harkaitz Cano, Huacanamo, Barcelona, 2011, 79 páginas. 


Con cinco años ya de labor poética (dejamos aquí al margen narrativa y ensayo), la editorial barcelonesa Huacanamo parece que poco a poco va precisando el eje mayor de su intervención literaria. Una base que ha ido asentándose en lo que hacia finales de los años noventa empezó a llamarse (y podemos mantenerlo con generosa manga ancha) “nuevo realismo”, expansión o reverso de aquella poesía urbana a la medida del ciudadano que pregonara, sobre todo, Luis García Montero y que tiene su momento climático entre finales de los 80 y la primera mitad de los 90. Si este hablaba de una “musa vestida con vaqueros”, el nuevo realismo focaliza su atención en rotos y  costurones. Una línea cuyos hitos principales se pueden enunciar en varios acontecimientos: la publicación de Las afueras (1997) de Pablo García Casado, la antología Feroces (1998) coordinada por Isla Correyero, el Homenaje a Charles Bukowski en Alcobendas (2001) o la consolidación de los nombres de Roger Wolfe y Karmelo Iribarren con sendas antologías: La ciudad (2002) y Días sin pan (2007), respectivamente. 

Es sobre estos dos últimos nombres donde Huacanamo ha depositado sus primeras señas de identidad. En especial, el caso de Roger Wolfe: en 2008 daban a la imprenta Noches de blanco papel, la poesía completa del autor nacido en Kent, y se creaba una colección personal para el autor. En cuanto a Iribarren, la tutela es compartida todavía con Renacimiento, pues no en vano los sevillanos fueron casi los primeros en acoger su poesía, desde 1995. Pero lo que consolida esta línea no es ninguno de estos dos nombres capitales, sino la aparición de un tercer nombre, una generación por debajo, que revalida este curso poético profundizando en él: hablamos del guipuzkoano Harkaitz Cano (Lasarte-Oria, 1975) y su poemario Compro Oro, primera colección de poemas escritos en castellano. Junto al libro de Cano, el mismo octubre pasado, aparecían los poemarios de Pablo Casares (Quiénes fuimos) y de Michel Gaztambide (Moscas en los incunables), con senderos parecidos y denominación de origen vasca. 

De Harkaitz Cano, al margen del euskera, manejábamos un par de libros de poesía en castellano: la antología descatalogadísima de 2004, Interpretación de los temblores, y la traducción en 2008 de Alguien anda en la escalera de incendios a cargo de El Gaviero. Compro oro, por lo tanto, es su primer tête-à-tête con el castellano y la oportunidad de disponer de Cano en las librerías. Si en Alguien anda…, escrito a caballo entre Donosti y Nueva York, la escalera de incendios neoyorkina ocupaba un lugar vital (en la tradición metalizada, con luces y sombras, de Lorca, Crane o Juan Ramón Jimenez) como figura doble de acceso o huida en una ciudad “nutritiva y hedionda”; esta vez, Compro oro, está presidida por otra simbología arquitectónica: la ventanas. Desde las tres citas iniciales que abren el libro hasta el título de algunos poemas (‘Reconciliación con ventanas’), la ventana aparece como otro elemento de transición (pero de mayor complejidad): lugar de visibilidad o indiscreción, opacidad o clausura, reunión gráfica entre los espacios de la intimidad y la ciudadanía. De alguna manera sintetizando los caminos de García Montero e Iribarren, el hombre vive en esa línea limítrofe: “La ventana es la medida de nuestros sueños” (‘La ventana discreta’). 



Cano recoge las mejores enseñanzas  de Iribarren (el magnífico y breve ‘La cama del centro’, dedicado al propio Karmelo y con el mismo modo silogístico y devastador del donostiarra)  y de Wolfe (la burla culturalista o metaliteraria, el juego amargo: véase  ‘Lección de poesía (Kill Bill)’ o ‘Dejad en paz a Edward Hopper’), llevándolas a un terreno un poco más lúdico y expandido, menos sobrio y más lenguaraz. Las estrategias para retratar el cansancio las obtiene Cano mediante los efectos de la yuxtaposición, con buenos resultados en ‘Pornomatón’, ‘Introducción al mundo carnal’ o ‘Antropología de la limpieza’. 

En la sección de los peros, decir quizá que el conjunto no termina de cuajar del todo por sus formas heteróclitas (suponiendo que la homogeneidad fuera un valor estimable) y que las partes más humorísticas a veces resultan simplemente “graciosas”. Pero, según tengo entendido, se trata más bien de una recopilación de poemas antes que de un poemario uniforme (algunos de los poemas del libro, de hecho, aparecían como fragmentos de una poética en el blog lasafinidadeselectivas.blogspot.com). En cualquier caso, junto a nombres como Manuel Vilas y su jaleo lírico o la deconstrucción de la moral en José Luis Piquero, Harkaitz Cano significa un metro cuadrado más en el nuevo espacio, ejem, realista.

*Publicado originalmente en el número de noviembre de 2011 de la revista Quimera