lunes, 12 de noviembre de 2012

FICUS CARICA



Como higuera en un campo de golf, Antonio Cisneros, Kriller 71, Barcelona, 2012

Hay debate, en la hora descriptiva, sobre si la higuera es un arbusto o un árbol de pequeña dimensión. “Su corazón es una higuera”, dice prontamente el poeta limeño Antonio Cisneros en un verso de 1962. El pasado 6 de octubre a Cisneros se le encogieron el cuerpo y el alma hasta alcanzar el tamaño de un pequeño árbol, o de un arbusto, pero no hubo duda sobre sus frutos: había producido una de las mejores obras poéticas de la literatura peruana. 

El fruto de la higuera, también conocida como ficus carica, es el higo. La higuera es típica del Mediterráneo, pero también de la costa del Perú. El fruto de la higuera se consume fresco, pero a diferencia de otros brotes botánicos, el higo conserva su poder nutritivo una vez seco, al cabo del tiempo. Algo parecido sucede con Cisneros y su libro Como higuera en un campo de golf, que nos trae la nueva editorial barcelonesa Kriller71 para inaugurar deliciosamente su catálogo. Como higuera en un campo de golf se publicó en Perú en 1972, el mismo año que la agencia española del ISBN empieza a registrar las publicaciones. Si consultamos este archivo y tecleamos el título de marras, tan solo aparece la edición de 2012. ¿Pero cómo? Sí, resulta que han hecho falta 40 años para podernos llevar ese fruto a la boca. Cuarenta años de sequía y cayó la higuera, pero el higo sigue intacto.

Antonio Cisneros perteneció a la llamada “Generación del 60” de la literatura peruana, junto a nombres como Javier Heraud, Rodolfo Hinostroza o Luis Hernández, reunidos por lo común en torno a la limeña Universidad Nacional Mayor de San Marcos. En una década de euforia reivindicativa y furor político a escala mundial, la literatura peruana (y concretamente la poesía) daría un giro hacia la modernidad gracias, entre otras cosas, a la relectura de la última tradición inglesa (Eliot, Pound, Lowell…) y la introducción del registro conversacional. Un movimiento muy parecido al que realizaría, por el mismo entonces, la poesía española de finales de los 60, ya sea a cargo de los poetas del 50 que recorrieron el camino de la ironía de línea clara (Ángel González o Gil de Biedma) o los jóvenes sesentayochistas que habían leído furiosamente a Eliot y hondeaban la bandera de la novedad.  

Cisneros, como Deleuze, no soportaba a los animales domésticos: “Un chancho hincha sus pulmones bajo un gran limonero / mete su trompa entre la Realidad / se come una bola de Caca / eructa / puajj / un premio.” Así dice el primer poema del libro, ‘Arte poética’, una clara declaración de intenciones. El poeta se dedica a hurgar en la realidad, que es execrable, y emite sus conclusiones, entre el humor y la amargura, que quizá sean las cifras del sarcasmo.

Como higuera en un campo de golf tiene un contexto bastante concreto. Dos años después de licenciarse, Cisneros abandona su país, en 1967, para dar clases en distintas universidades. Cuando lleve a cabo su escritura, estará viviendo en Niza y ya habrá pasado su etapa inglesa, presidida por la absorción de cierta poesía británica y el desengaño político de raigambre ideológica. Cisneros, residente en la Costa Azul, se siente, al filo de la década, como una higuera en medio de un campo de golf. Quedan atrás sus primeros libros, donde la tierra juega un papel importante, queda atrás, bien lejos, el país, la familia. Cisneros soporta la lejanía y la imagen de su resistencia es ese ficus humilde de su primera producción poética, cien por cien peruana. Ese campo de golf es Europa, el país del deporte, sumisión  sofisticada de lo salvaje. Lo corroboran (y ahí están, en mi opinión, dos grandes perlas de este libro) poemas como ‘Denuncia de los elefantes’ (donde Tarzán es una figura del colonialismo) y, sobre todo, el sobresaliente ‘La caza de la liebre (1887)’, donde la ironía afila al máximo la inteligencia. Muchas cosas es este poemario. En palabras de Aníbal  Cristobo, su editor, por ejemplo, es una crítica al etnocentrismo europeo. Pero también es una marea de turistas que irremediablemente visitarán el Duomo, es un par de postales que van directas hacia Lima, o es la enseñanza nostálgica de “los usos del amor –la cópula y el cansancio–“…

Sea como sea, ahora que el higo está en el suelo, la mano habrá de tomarlo. 


*Publicado originalmente en el número de noviembre de 2012 de la revista Quimera 


domingo, 11 de noviembre de 2012

CARAS B DEL NUEVO REALISMO



Compro oro, Harkaitz Cano, Huacanamo, Barcelona, 2011, 79 páginas. 


Con cinco años ya de labor poética (dejamos aquí al margen narrativa y ensayo), la editorial barcelonesa Huacanamo parece que poco a poco va precisando el eje mayor de su intervención literaria. Una base que ha ido asentándose en lo que hacia finales de los años noventa empezó a llamarse (y podemos mantenerlo con generosa manga ancha) “nuevo realismo”, expansión o reverso de aquella poesía urbana a la medida del ciudadano que pregonara, sobre todo, Luis García Montero y que tiene su momento climático entre finales de los 80 y la primera mitad de los 90. Si este hablaba de una “musa vestida con vaqueros”, el nuevo realismo focaliza su atención en rotos y  costurones. Una línea cuyos hitos principales se pueden enunciar en varios acontecimientos: la publicación de Las afueras (1997) de Pablo García Casado, la antología Feroces (1998) coordinada por Isla Correyero, el Homenaje a Charles Bukowski en Alcobendas (2001) o la consolidación de los nombres de Roger Wolfe y Karmelo Iribarren con sendas antologías: La ciudad (2002) y Días sin pan (2007), respectivamente. 

Es sobre estos dos últimos nombres donde Huacanamo ha depositado sus primeras señas de identidad. En especial, el caso de Roger Wolfe: en 2008 daban a la imprenta Noches de blanco papel, la poesía completa del autor nacido en Kent, y se creaba una colección personal para el autor. En cuanto a Iribarren, la tutela es compartida todavía con Renacimiento, pues no en vano los sevillanos fueron casi los primeros en acoger su poesía, desde 1995. Pero lo que consolida esta línea no es ninguno de estos dos nombres capitales, sino la aparición de un tercer nombre, una generación por debajo, que revalida este curso poético profundizando en él: hablamos del guipuzkoano Harkaitz Cano (Lasarte-Oria, 1975) y su poemario Compro Oro, primera colección de poemas escritos en castellano. Junto al libro de Cano, el mismo octubre pasado, aparecían los poemarios de Pablo Casares (Quiénes fuimos) y de Michel Gaztambide (Moscas en los incunables), con senderos parecidos y denominación de origen vasca. 

De Harkaitz Cano, al margen del euskera, manejábamos un par de libros de poesía en castellano: la antología descatalogadísima de 2004, Interpretación de los temblores, y la traducción en 2008 de Alguien anda en la escalera de incendios a cargo de El Gaviero. Compro oro, por lo tanto, es su primer tête-à-tête con el castellano y la oportunidad de disponer de Cano en las librerías. Si en Alguien anda…, escrito a caballo entre Donosti y Nueva York, la escalera de incendios neoyorkina ocupaba un lugar vital (en la tradición metalizada, con luces y sombras, de Lorca, Crane o Juan Ramón Jimenez) como figura doble de acceso o huida en una ciudad “nutritiva y hedionda”; esta vez, Compro oro, está presidida por otra simbología arquitectónica: la ventanas. Desde las tres citas iniciales que abren el libro hasta el título de algunos poemas (‘Reconciliación con ventanas’), la ventana aparece como otro elemento de transición (pero de mayor complejidad): lugar de visibilidad o indiscreción, opacidad o clausura, reunión gráfica entre los espacios de la intimidad y la ciudadanía. De alguna manera sintetizando los caminos de García Montero e Iribarren, el hombre vive en esa línea limítrofe: “La ventana es la medida de nuestros sueños” (‘La ventana discreta’). 



Cano recoge las mejores enseñanzas  de Iribarren (el magnífico y breve ‘La cama del centro’, dedicado al propio Karmelo y con el mismo modo silogístico y devastador del donostiarra)  y de Wolfe (la burla culturalista o metaliteraria, el juego amargo: véase  ‘Lección de poesía (Kill Bill)’ o ‘Dejad en paz a Edward Hopper’), llevándolas a un terreno un poco más lúdico y expandido, menos sobrio y más lenguaraz. Las estrategias para retratar el cansancio las obtiene Cano mediante los efectos de la yuxtaposición, con buenos resultados en ‘Pornomatón’, ‘Introducción al mundo carnal’ o ‘Antropología de la limpieza’. 

En la sección de los peros, decir quizá que el conjunto no termina de cuajar del todo por sus formas heteróclitas (suponiendo que la homogeneidad fuera un valor estimable) y que las partes más humorísticas a veces resultan simplemente “graciosas”. Pero, según tengo entendido, se trata más bien de una recopilación de poemas antes que de un poemario uniforme (algunos de los poemas del libro, de hecho, aparecían como fragmentos de una poética en el blog lasafinidadeselectivas.blogspot.com). En cualquier caso, junto a nombres como Manuel Vilas y su jaleo lírico o la deconstrucción de la moral en José Luis Piquero, Harkaitz Cano significa un metro cuadrado más en el nuevo espacio, ejem, realista.

*Publicado originalmente en el número de noviembre de 2011 de la revista Quimera