lunes, 12 de noviembre de 2012

FICUS CARICA



Como higuera en un campo de golf, Antonio Cisneros, Kriller 71, Barcelona, 2012

Hay debate, en la hora descriptiva, sobre si la higuera es un arbusto o un árbol de pequeña dimensión. “Su corazón es una higuera”, dice prontamente el poeta limeño Antonio Cisneros en un verso de 1962. El pasado 6 de octubre a Cisneros se le encogieron el cuerpo y el alma hasta alcanzar el tamaño de un pequeño árbol, o de un arbusto, pero no hubo duda sobre sus frutos: había producido una de las mejores obras poéticas de la literatura peruana. 

El fruto de la higuera, también conocida como ficus carica, es el higo. La higuera es típica del Mediterráneo, pero también de la costa del Perú. El fruto de la higuera se consume fresco, pero a diferencia de otros brotes botánicos, el higo conserva su poder nutritivo una vez seco, al cabo del tiempo. Algo parecido sucede con Cisneros y su libro Como higuera en un campo de golf, que nos trae la nueva editorial barcelonesa Kriller71 para inaugurar deliciosamente su catálogo. Como higuera en un campo de golf se publicó en Perú en 1972, el mismo año que la agencia española del ISBN empieza a registrar las publicaciones. Si consultamos este archivo y tecleamos el título de marras, tan solo aparece la edición de 2012. ¿Pero cómo? Sí, resulta que han hecho falta 40 años para podernos llevar ese fruto a la boca. Cuarenta años de sequía y cayó la higuera, pero el higo sigue intacto.

Antonio Cisneros perteneció a la llamada “Generación del 60” de la literatura peruana, junto a nombres como Javier Heraud, Rodolfo Hinostroza o Luis Hernández, reunidos por lo común en torno a la limeña Universidad Nacional Mayor de San Marcos. En una década de euforia reivindicativa y furor político a escala mundial, la literatura peruana (y concretamente la poesía) daría un giro hacia la modernidad gracias, entre otras cosas, a la relectura de la última tradición inglesa (Eliot, Pound, Lowell…) y la introducción del registro conversacional. Un movimiento muy parecido al que realizaría, por el mismo entonces, la poesía española de finales de los 60, ya sea a cargo de los poetas del 50 que recorrieron el camino de la ironía de línea clara (Ángel González o Gil de Biedma) o los jóvenes sesentayochistas que habían leído furiosamente a Eliot y hondeaban la bandera de la novedad.  

Cisneros, como Deleuze, no soportaba a los animales domésticos: “Un chancho hincha sus pulmones bajo un gran limonero / mete su trompa entre la Realidad / se come una bola de Caca / eructa / puajj / un premio.” Así dice el primer poema del libro, ‘Arte poética’, una clara declaración de intenciones. El poeta se dedica a hurgar en la realidad, que es execrable, y emite sus conclusiones, entre el humor y la amargura, que quizá sean las cifras del sarcasmo.

Como higuera en un campo de golf tiene un contexto bastante concreto. Dos años después de licenciarse, Cisneros abandona su país, en 1967, para dar clases en distintas universidades. Cuando lleve a cabo su escritura, estará viviendo en Niza y ya habrá pasado su etapa inglesa, presidida por la absorción de cierta poesía británica y el desengaño político de raigambre ideológica. Cisneros, residente en la Costa Azul, se siente, al filo de la década, como una higuera en medio de un campo de golf. Quedan atrás sus primeros libros, donde la tierra juega un papel importante, queda atrás, bien lejos, el país, la familia. Cisneros soporta la lejanía y la imagen de su resistencia es ese ficus humilde de su primera producción poética, cien por cien peruana. Ese campo de golf es Europa, el país del deporte, sumisión  sofisticada de lo salvaje. Lo corroboran (y ahí están, en mi opinión, dos grandes perlas de este libro) poemas como ‘Denuncia de los elefantes’ (donde Tarzán es una figura del colonialismo) y, sobre todo, el sobresaliente ‘La caza de la liebre (1887)’, donde la ironía afila al máximo la inteligencia. Muchas cosas es este poemario. En palabras de Aníbal  Cristobo, su editor, por ejemplo, es una crítica al etnocentrismo europeo. Pero también es una marea de turistas que irremediablemente visitarán el Duomo, es un par de postales que van directas hacia Lima, o es la enseñanza nostálgica de “los usos del amor –la cópula y el cansancio–“…

Sea como sea, ahora que el higo está en el suelo, la mano habrá de tomarlo. 


*Publicado originalmente en el número de noviembre de 2012 de la revista Quimera 


domingo, 11 de noviembre de 2012

CARAS B DEL NUEVO REALISMO



Compro oro, Harkaitz Cano, Huacanamo, Barcelona, 2011, 79 páginas. 


Con cinco años ya de labor poética (dejamos aquí al margen narrativa y ensayo), la editorial barcelonesa Huacanamo parece que poco a poco va precisando el eje mayor de su intervención literaria. Una base que ha ido asentándose en lo que hacia finales de los años noventa empezó a llamarse (y podemos mantenerlo con generosa manga ancha) “nuevo realismo”, expansión o reverso de aquella poesía urbana a la medida del ciudadano que pregonara, sobre todo, Luis García Montero y que tiene su momento climático entre finales de los 80 y la primera mitad de los 90. Si este hablaba de una “musa vestida con vaqueros”, el nuevo realismo focaliza su atención en rotos y  costurones. Una línea cuyos hitos principales se pueden enunciar en varios acontecimientos: la publicación de Las afueras (1997) de Pablo García Casado, la antología Feroces (1998) coordinada por Isla Correyero, el Homenaje a Charles Bukowski en Alcobendas (2001) o la consolidación de los nombres de Roger Wolfe y Karmelo Iribarren con sendas antologías: La ciudad (2002) y Días sin pan (2007), respectivamente. 

Es sobre estos dos últimos nombres donde Huacanamo ha depositado sus primeras señas de identidad. En especial, el caso de Roger Wolfe: en 2008 daban a la imprenta Noches de blanco papel, la poesía completa del autor nacido en Kent, y se creaba una colección personal para el autor. En cuanto a Iribarren, la tutela es compartida todavía con Renacimiento, pues no en vano los sevillanos fueron casi los primeros en acoger su poesía, desde 1995. Pero lo que consolida esta línea no es ninguno de estos dos nombres capitales, sino la aparición de un tercer nombre, una generación por debajo, que revalida este curso poético profundizando en él: hablamos del guipuzkoano Harkaitz Cano (Lasarte-Oria, 1975) y su poemario Compro Oro, primera colección de poemas escritos en castellano. Junto al libro de Cano, el mismo octubre pasado, aparecían los poemarios de Pablo Casares (Quiénes fuimos) y de Michel Gaztambide (Moscas en los incunables), con senderos parecidos y denominación de origen vasca. 

De Harkaitz Cano, al margen del euskera, manejábamos un par de libros de poesía en castellano: la antología descatalogadísima de 2004, Interpretación de los temblores, y la traducción en 2008 de Alguien anda en la escalera de incendios a cargo de El Gaviero. Compro oro, por lo tanto, es su primer tête-à-tête con el castellano y la oportunidad de disponer de Cano en las librerías. Si en Alguien anda…, escrito a caballo entre Donosti y Nueva York, la escalera de incendios neoyorkina ocupaba un lugar vital (en la tradición metalizada, con luces y sombras, de Lorca, Crane o Juan Ramón Jimenez) como figura doble de acceso o huida en una ciudad “nutritiva y hedionda”; esta vez, Compro oro, está presidida por otra simbología arquitectónica: la ventanas. Desde las tres citas iniciales que abren el libro hasta el título de algunos poemas (‘Reconciliación con ventanas’), la ventana aparece como otro elemento de transición (pero de mayor complejidad): lugar de visibilidad o indiscreción, opacidad o clausura, reunión gráfica entre los espacios de la intimidad y la ciudadanía. De alguna manera sintetizando los caminos de García Montero e Iribarren, el hombre vive en esa línea limítrofe: “La ventana es la medida de nuestros sueños” (‘La ventana discreta’). 



Cano recoge las mejores enseñanzas  de Iribarren (el magnífico y breve ‘La cama del centro’, dedicado al propio Karmelo y con el mismo modo silogístico y devastador del donostiarra)  y de Wolfe (la burla culturalista o metaliteraria, el juego amargo: véase  ‘Lección de poesía (Kill Bill)’ o ‘Dejad en paz a Edward Hopper’), llevándolas a un terreno un poco más lúdico y expandido, menos sobrio y más lenguaraz. Las estrategias para retratar el cansancio las obtiene Cano mediante los efectos de la yuxtaposición, con buenos resultados en ‘Pornomatón’, ‘Introducción al mundo carnal’ o ‘Antropología de la limpieza’. 

En la sección de los peros, decir quizá que el conjunto no termina de cuajar del todo por sus formas heteróclitas (suponiendo que la homogeneidad fuera un valor estimable) y que las partes más humorísticas a veces resultan simplemente “graciosas”. Pero, según tengo entendido, se trata más bien de una recopilación de poemas antes que de un poemario uniforme (algunos de los poemas del libro, de hecho, aparecían como fragmentos de una poética en el blog lasafinidadeselectivas.blogspot.com). En cualquier caso, junto a nombres como Manuel Vilas y su jaleo lírico o la deconstrucción de la moral en José Luis Piquero, Harkaitz Cano significa un metro cuadrado más en el nuevo espacio, ejem, realista.

*Publicado originalmente en el número de noviembre de 2011 de la revista Quimera 

sábado, 30 de junio de 2012

NO ES ESTE LUGAR, SINO SU ESFUERZO

Canta Carissa's Wierd en The Piano Song: Heaven's a distance, not a place. Con una dosis de prisa mitológica hemos perdido la noción del cielo. Ante todo el cielo como lugar, esa ha sido la presuposición presurosa. Si es cierto que el cielo está ahí, predispuesto, así su recorrido, así su alejamiento. El cielo simplemente como su propio recorrido. El distanciamiento como condición. ¿Así la escritura? Así la escritura. El poema el esfuerzo para el poema. El poema el recorrido hacia el poema. Sustituya el lector si le apetece lugar por vida por experiencia. El poema la distancia, no el lugar. Su urgencia de lugar.

Between the tree and it's shade, siguen cantando. Ahí. Entre el árbol y su sombra. La cosa y su enunciación. Entre el idioma y el corazón, que diría Berta García Faet. Idioma y corazón, un pacto mitológico. Esto sin duda es triste (recorrer, recorrer siempre), o es lo bonito precisamente (Berta, de nuevo), pero también es la risa negra que produce el labriego hablando con pompa. La risa de decir lugar, como habitándolo. Y no.



sábado, 16 de junio de 2012

AUTOPISTAS COMARCALES, AEROPUERTOS DE PROVINCIA


E-mails para Roland Emmerich, Sergi de Diego Mas, Honolulu Books, Barcelona, 2012, 71 págs.


Que yo sepa, E-mails para Roland Emmerich de Sergi de Diego Mas (Barcelona, 1975) es uno de los primeros libros de poesía que tiene por tema la posmodernidad. Es extraño, hoy que la posmodernidad parece haberse colado ya en todas las fiestas y bebido de todas las copas de la contemporaneidad, que tengamos un libro de estas características en las manos. Más allá de las cuestiones que Agustín Fernández Mallo señalara en su ensayo Postpoesía, donde denunciaba que la poesía española estaba desfasada con respecto a su paradigma epistemológico y representacional; lo cierto es que en las últimas dos décadas, aproximadamente desde la aparición a finales de los 90 de Las afueras de Pablo García Casado, la poesía española ha ido siguiendo muy de cerca los distintos caminos abiertos por la posmodernidad, pero no como manifestación temática de sus presupuestos, sino como metabolización. Cuestiones como la crisis del sujeto, el lenguaje como bullshit (tal y como lo definiera Harry Frankfurt), el fin de lo político, etcétera, no han sido enunciadas en la poesía reciente, sino digeridas previamente y traducidas a su manifestación específicamente lingüística. Pero la posmodernidad, sus variados coletazos, no ha sido enunciada todavía.


Con E-mails para Roland Emmerich (y Mari Klinski el librito tout terrain de Ainhoa Rebolledo desde la cosa narrativa, so-called), la nueva editorial barcelonesa capitaneada por Ana Llurba desprecinta su andadura y añade un granito de arena interesante al asunto de poesía y posmodernidad. 

El libro se abre con una cita de Ballard que nos sitúa en unas coordenadas muy concretas: la abolición del tiempo histórico (“creo en la muerte del futuro”) y la deslocalización del espacio con el apogeo del no-lugar (“las camareras de las autopistas” y “aeropuertos de fuera de temporada”). A partir de aquí, el libro da vueltas en torno a la idea baudrillardiana de simulacro a partir de una fingida comunicación cibernética con el cineasta Roland Emmerich, autor de obras como Indepence Day, Godzilla o El día de mañana. No solamente se trata de traer a colación la idea de catástrofe (“Escribiré un e-mail a Roland / Emmerich porque él sabe de estas cosas.”), de fin de los tiempos,  sino de conectarla con un lenguaje simulativo como es el cinematográfico. Una bonita paradoja: el cine como lenguaje capaz de representar la abolición del sentido y a su vez el cine como construcción basada en la contingencia, semillero de la misma catástrofe del sentido. La desconfianza frente al mundo contemporáneo anida en la mirada y en nuestra elaboración tecnológica para dar cuenta de la realidad, como deja claro De Diego Mas desde el primer poema, ‘Plástico’, donde “todo empieza mirando una postal”, “el abrumador silencio que sigue”, “la frivolidad desértica del invierno”, y esa ecuación sentenciosa con que el autor remata el poema: “El texto de la postal y yo, somos uno y somos todos”.


Sin embargo, más allá de las reflexiones sobre nuestra condición pasadas por el cedazo de lo poético (un buen cedazo, sí, con oído para romper bien el verso cuando es necesario, y un uso lacónico y consecuente de la oración que informa antes que representa y además puntea cada poema con gravedad), más allá de eso, este no es un poemario estrictamente posmoderno (aunque se podrían hacer algunas analogías entre comunicación literaria y comunicación internauta como procesos fundados en la ruptura), porque se ha llevado el  asunto a un terreno a flor de piel antes que a las vísceras de la escritura. Una escritura posmoderna cuestiona las propias condiciones del poema, lo resquebraja y lo cuestiona desde dentro; y E-mails para Roland Emmerich demuestra cierta confianza en el lenguaje a nivel compositivo, más allá de ciertas agresiones tipográficas (“LLUVIA LLUVIA LLUVIA SPAM”), libertinaje semántico rescatado entre la basura tecnomediática (“codeine, nopriorprescrition + / up to 80% off, your #1 source for buying / vicodin online at a fraction of u.s. prices”) y un andamiaje paratextual  para mimetizar la interfaz de los correos electrónicos.

Sergi de Diego Mas escribe sobre las autovías desde carreteras comarcales, posmodernidad y modernidad dándose la mano. ¿Será esta una nueva pista?


lunes, 4 de junio de 2012

LA SOMBRA DE UN MELOCOTÓN


Alberto Santamaría, Interior metafísico con galletas,
El Gaviero Ediciones, Almería, 2012, 59 págs.


Dice Wallace Stevens, poeta olímpico en la teogonía  de Alberto Santamaría (Torrelavega, 1978), que es la creencia, y no el dios, lo que cuenta.  Para la metafísica aristotélica —cuando todavía era necesario subir al ático para contemplar el mundo—  lo importante era, ante todo,  averiguar lo divino, aquella ciencia de las primeras causas. Hace mucho que no es dios lo que cuenta ya, pero sí la creencia, la percepción emocionante del mundo: No son las preguntas     —ni siquiera sus palabras— / sino esta melódica sensación de vacío / que metódicamente nos invade, afirma Santamaría. O como dice la cita de Boscán al principio del poemario: ¡Oh, revolver del cielo, que dispuso acá en el mundo un hombre tan confuso! Ya no sabemos qué es peor, si la curiosidad malsana por un qué supremo y por todo lo alto o la constatación, todavía más absurda y angustiosa, de que toda pregunta es inútil. Podremos borrar al dios, podemos borrar la pregunta y sus señas, pero queda acá la creencia dentro del hombre, queda acá algo que nos hipnotiza más allá de la materia.  Queda la predisposición humana como una matemática rara, con tendencia a infinito. Es lo humano, el mundo, explica Santamaría con una imagen maravillosa, quien nos pide arrancarle al día su secreto: Una lámpara de araña en lo alto / nos impide dejar de mirar hacia el techo. ¿Pero qué secreto? Este libro se pregunta, entre muchas cosas, por qué los objetos se desbordan. Santamaría no escribe sobre la metafísica, ni siquiera sobre lo que ahora, y como acabamos de explicar, entendemos por metafísica, sino sobre lo que el escozor metafísico provoca en el hombre. 


Giorgio de Chirico, Interior metafísico con galletas
Santamaría, evidentemente, ha heredado de Stevens la propuesta fronteriza: de qué manera se dan la mano realidad y ficción, qué son estas cosas; por lo menos en El hombre que salió de la tarta (2004) y en Notas de verano sobre ficciones de invierno (2005), una vía reflexiva que guarda relación con sus consideraciones críticas que se pueden leer en su blog (hace muy poco, embistiendo contra el regreso de la crítica conservadora bajo las formas del reseñismo epatante y libertino de la blogosfera). Pero Santamaría es también un poeta vinculado a las bellas artes: no solamente porque maneje referencias (las vértebras pop de su poemario El hombre que salió de la tarta o la alusión a De Chirico y la pintura metafísica), conceptos (hay una clara idea de sublime en este libro, un tema sobre el que el autor ha escrito) y porque además es profesor de estética y arte contemporáneo en la Universidad de Salamanca, sino sobre todo por la calidad plástica de sus versos. De la estética del paisaje sublime, por ejemplo, Santamaría ha tomado la figuración para plantear el problema del metafísico, expresado en forma de desajuste de escala en el primer poema (La habitación es demasiado grande para los dos) o en el tercero (La playa tiene esta forma perpendicular a los hechos), la intimidad humana como un lío entre disposición y predisposición.


Interior metafísico con galletas tiene unas dimensiones más breves que sus anteriores poemarios, su tema está más acotado y quizá por ello tiene un tono más meditativo también sobre el cual se engarzan las imágenes de escuela surrealista (esa forma inusual de juntar palabras donde han militado Neruda, Gamoneda o Luisa Castro, por decir algunos). No encontramos la vertiente novísima que recorría Notas… y El hombre… (esa estética de culturalismo indie que ha practicado gente como Elena Medel en Mi primer bikini: Joey Ramone, Family…), pero permanece el interés por los cuerpos: la fruta, un motivo habitual en su poesía, nos recuerda cuál es el campo de batalla: el de lo sensible, los perfiles, los volúmenes, el juego de la luz: Nada de lámparas ni de genios. En mis ojos / cientos de miles de sensores actúan / para saber  / que esto es un cuenco y su fruta / roja y amarga. Así de simple. Nada más. / Un melocotón reserva pura su piel / para mi instinto.



*Reseña publicada originalmente en el número de junio de 2012 de la revista Quimera.

martes, 10 de abril de 2012

POR DONDE MERODEARÉ


Luis Muñiz, Libro segundo,  Ediciones Trea, Gijón, 2011, 85 págs.




¿De dónde sale Luis Muñiz, alguien que de repente saca un primer libro alucinante con un dominio del ritmo asombroso y un uso del lenguaje más que envidiable? Al grano: Luis Muñiz (Caborana, Asturias, 1964) ejerce el periodismo en el diario La Nueva España, donde entre otras cosas se ocupa de reseñar libros de poesía, su primer libro fue elegido por el diario Público como mejor poemario de 2008 y fue candidato en 2009 al Premio Nacional de Poesía y además de un modo u otro se le podría relacionar con voces que van de Canteli a Valente o Miguel Casado.

Se ha dicho que la poesía de Muñiz es meditativa, pero yo precisaría más y diría que o bien se trata de una meditación constantemente reiniciada o bien se trata de una meditación sobre la inestabilidad. Al verso de Muñiz, generalmente versículo -si bien Libro segundo introduce variaciones en este sentido- es difícil encontrarle un pariente en España, antes hay que pensar en una tradición yanqui que lo acercaría a gente como Ashbery o Robert Hass, a un Eliot remoto quizá, y al fraseo típico del jazz o el rock progresivo (véase el cameo de Robert Wyatt o las confesiones que el propio autor ha hecho a propósito del saxo). Decía que no es exactamente una meditación porque,  si bien su palabra es interrogativa al tacto, tanto el  sujeto de la meditación como su objeto son cambiantes, de modo que es imposible arribar a ninguna conclusión definitiva, mientras que toda meditación tiene por finalidad una extracción de pensamiento. En Muñiz la singularidad está en la negociación con la realidad, una palabra sin pánico escénico cuyo hallazgo poético es un encuentro que inmediatamente queda atrás, porque hay que seguir conversando. Según esta idea, el versículo es adecuadísimo, no solamente por la solidaridad con lo musical, porque introduce una cadencia regular donde toda disertación queda integrada, sino porque además corresponde a esa poética del diálogo incesante: el versículo escapa de la  fijación del verso tradicional computable, es el  verso de la indagación por excelencia, en su capacidad para reproducir la incontinencia de la duda.

Decía Valente en ‘Cinco fragmentos para Antoni Tàpies’ (Material memoria, 1977) que la tarea del poeta es crear un vacío que permita la recepción de lo poético, y por ello la conducta consustancial al poeta es el silencio. Muñiz pincha la lección silente como si fuera un castillo inflable: “De rellenos y moldes, piensas, es de lo que va todo esto; de espacios vacíos y predeterminados que hay que rellenar de indeterminación, pues no de otra cosa rebosa la vida” (Un fragor…). Efectivamente la cosa va de vacíos, pero ahora ni continente ni contenido tienen demasiado sentido y la conducta del poeta ha perdido toda condición religiosa (Libro segundo ofrece un ejemplo fenomenal en su primer poema, donde se apela a cierta trascendencia antes del “salir de casa” que será su palabra) para devenir un dar cuenta, una recepción de lo continuo, un habla magnífica y deslenguada. Con Muñiz el poeta ya no escucha, en ese sentido tan heideggeriano del permanecer atento, sino que habla, habla sin parar, porque nada más le ha sido permitido. El territorio ahora es el del exceso, el de la emanación o la verborrea, pero dado que el propio terreno es movedizo, el monto poético va repartiéndose, sin resultar nunca excesivo, siempre la réplica justa al momento.

En Libro segundo se ha profundizado en estas ideas. Seguimos disfrutando de esa voz cadenciosa, grave, donde la rapsodia filosófica se disfraza de género periodístico, pero ahora Muñiz es cada vez más osado, su voz es capaz de dialogar prácticamente con cualquier cosa. Por ello, podemos decir que Libro segundo se amplía hacia fuera y hacia dentro. Hacia fuera en la medida en que se tratan asuntos tan dispares como la crisis económica –casi una crónica– o se versiona con maneras post-rock un clásico de la iconografía pictórica como la Adoración de los Reyes Magos; y se amplía hacia dentro cuando el proceso creativo deviene cada vez más objeto de la interrogación en hitos como ‘Londres’ o ’Merodeos (4)’, verdaderos ejemplos de metapoesía en movimiento.



*Reseña publicada originalmente en el número de abril de 2012 de la revista Quimera


lunes, 2 de abril de 2012

LILA DIT ÇA


Chimo, La voz de Lila, Libros del silencio, Barcelona, 2010, 176 págs.



Visito el blog artístico de Mercè López, autora de la portada de la nueva edición de Lila dit ça a cargo de Libros del Silencio, y me viene a la cabeza la languidez feliciana de Jordi Labanda, el tenebrismo de Rai Escalé y la atmósfera perversa y naïf de la galería Iguapop. Si la primera edición en castellano −que publicara Ediciones B pisándole los talones al original francés de 1996− barajaba en su portada el erotismo y la idea de escritura más o menos amateur, mediante un par de elementos bastante manidos (una espalda ingresiana en el centro de una hoja cuadriculada arrancada de una libreta), esta reedición repone la antigua traducción de Ignacio Vidal-Folch con una propuesta estética a la altura de la novela, que no es poca. La escritura confesional propia del libro queda sugerida por unos garabatos de puño y letra en un segundo plano, mientras que adquiere todo el protagonismo una escena ─el paseo en bici de Lila y el protagonista─ sacada del propio corazón del libro y que desarrolla astutamente las ideas de perversión e inocencia. La rueda de la bicicleta, de color apastelado, esparce unas discretas motas de barro sobre la franja blanca que recoge el título del libro y el nombre de su autor: Chimo. Y vayamos a Chimo.

Los datos son estos: un escritor-francés-joven-hijo-de-inmigrantes-árabes-en-el-trullo, un abogado que intermedia, un editor que edita, y dos libretas Clairefontaine con la escritura de Lila dit ça en el interior. El editor dice las palabras mágicas, el abogado intermedia, el libro se vende (mucho) y Chimo escribe al poco su segunda novela, J’ai peur. El resto es un debate, básicamente francófono e irresuelto, sobre la identidad de Chimo y una película del 2004 con buenas señas en Filmaffinity. Ahora hablemos un poco del libro, que viene a cuento.

En sus ciento cincuenta páginas de extensión, Chimo nos cuenta sus peripecias por la banlieu parisina y sus provocativos encuentros con una deliciosa criaturita llamada Lila. Un canto al mueble y al inmueble como horizonte imposible, una lección sobre la carne como frontera, y en definitiva una llamada de atención sobre un abatimiento social muy pero que muy real.
Dice la contraportada de La voz de Lila que dice Francisco Umbral que la obra de Chimo puede tutear sin miedo al realismo sucio norteamericano y español. Si bien no me parece del todo acertada su comparación, creo que uno de los puntos interesantes del libro se mueve por ese terreno, el de la adscripción a cierto movimiento o a cierto género. ¿Cómo leemos La voz de Lila y qué propuesta de lectura ofrece ésta? Un segundo punto que intuyo destacable es la pelea entre pornografía y erotismo, entre sentido y sinsentido, y que para mí resume el libro en toda su fuerza teórica y en toda su tristeza.


La edición francesa tiene experiencia en eso de los tipos raros (Houellebecq) y las obras con seudónimo (prolífico Romain Gary), y además acarrea treinta años de debate sobre la autoficción, así que me parece normal que se inmiscuya aquí la endemoniada etiquetita de género. Hay dos bandos diferenciados en el debate sobre Chimo: el bando que dice que Chimo es Chimo y la historia de Lila su propia historia; y un segundo bando que dice que hay otro escritor y que, en todo caso, Chimo es su profeta. Y esas parecen ser las dos posiciones: la novela autobiográfica  o la novela ficcional pura y dura. Pero creo que la cosa reside más bien entre una y otra propuesta. No se trata de creer o no creer, se trata de cómo leer. Es evidente que la recepción del libro se produce en mitad de una polémica sobre la idea de autoría que pertoca a su vez la identidad del narrador y del personaje: ¿son los tres el mismo y por ello cabe hablar de autobiografía? En resumen, toda lectura del libro obliga a posicionarse ante el debate o a reconocer que por lo menos tal debate existe. Sin embargo, el autor asume su realidad extraliteraria con la misma tranquilidad con que uno se echaría azúcar en el café. El resultado es este: una propuesta de lectura unidireccional (autobiográfica) versus una lectura enmarañada en la duda. Ese contraste entre seguridad y contingencia es una tensión típica de la autoficción. Pero lo interesante de esta contribución a lo autoficcional está en esa zona cercana al texto que Genette designó como paratexto.  De la misma manera que Albin Michel pasea a Amélie Nohthomb por librerías y salas de conferencia de medio mundo con el cuento de haber contado la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad en sus libros, Plon y Libros del Silencio aportan su granito de arena a una estrategia literaria muy interesante, puesto que pone de relieve la importancia de lo social en las teorías de la recepción y en la poética de los géneros literarios.

Pongamos tres ejemplos: (1) el argumento del joven, el editor y el abogado; (2) la Advertencia del editor francés que precede a la obra; (3) y el uso de las notas a pie de página. El primer ejemplo es el menos sibilino: situar una historia en ciertos lugares de autoridad significativa (lo dice la contraportada, lo cuenta la reseña de aquél suplemento, lo aseguran en el prólogo) para legitimar el argumento. 

El segundo ejemplo, la advertencia del editor, es otro ejemplo del primer tipo pero de mayor potestad (guau, lo asegura el editor). Pero la manera en que se lleva a cabo es más inteligente, y además introduce los modos del tercer ejemplo. Se trata de aquél efect du réel analizado por el primer Roland Barthes a finales de los sesenta. Existen dos funciones retóricas de lo descriptivo: aquellas que informan de aspectos nucleares para la narración y las que se ocupan de los detalles insignificantes, pero cuya significación es máxima. El detalle más insignificante produce, en conjunto, un poderosísimo efecto de realidad, es decir, resulta un efecto de retórica narrativa de primer orden. Cuando Olivier Orban nos explica que Plon recibió un manuscrito con «la expresión “Lila dit ça” escrita en mayúsculas en el margen superior de la página 7», no se trata tanto de informar al lector de los hechos que dieron lugar a la edición (lo cual no suele suceder), sino más bien de connotar la verosimilitud de su propuesta autobiográfica. 
En tercer lugar, las notas a pie de página siguen el mismo camino, apuntalar el pacto de lectura que arroja el texto mediante alusiones directas al manuscrito. Toda este movimiento me recuerda a aquella exhortación de Herbert Marcuse para erotizar las zonas más castigadas por nuestro inconsciente censor. Las estrategias literarias que van más allá de las zonas propiamente literales (o sea, el texto estricto) permiten −que no aseguran− una extensión de las zonas genitales o literarias a otros puntos aparentemente menos susceptibles a una elaboración artística pero potencialmente erógenos o creativos. A eso creo que se refiere la frase de Le Nouvel Observateur cuando dice que «si hay engaño, éste nos deja una novela inusual, divertida, tierna, viva».
 
Por último, comentar la tensión entre erotismo y pornografía como un posible amarre de lectura. Decía que esta historia trata la carne como lugar limítrofe (en este caso la de Lila en su año decimosexto). Y ese lugar es el de la  progresión socioeconómica. Creo que hay dos usos del cuerpo en esta novela. Por un lado está la versión cultural (la que aboga por el sentido) del propio Chimo. Es la típica del escritor: poetizar una realidad que aparentemente se muestra sin un orden significativo. Ante la nada ofrecer una elaboración, una mediación cultural frente a lo real. Sus visiones de Lila son de este tipo, pasadas por el cedazo de lo poético. Chimo viste y desviste a Lila, y su trato con ella siempre es mediado por sus deseos (siempre inconclusos), por una imagen preciosa y anhelada, intervenido por la escritura. A esto llamo yo el trato erótico al cuerpo de Lila, que inyecta sentido a aquello que carece de ello. Lila, por su parte, combate su atonía vital con la rebeldía de la insinuación pornográfica, trasladando lo carnal al límite de su sentido: la obscenidad. Si Chimo admira el cuerpo de Lila, Lila desea simplemente verse follando ante un espejo. Uno aleja el cuerpo para contemplarlo, la otra lo acerca para exceder el sentido. Ese exceso de pollas y cámaras de vídeo filmando la cópula parecen querer sublimar algo, rebasar una cota que en realidad no existe. Como la hipertrofia obscena en la descripción de la ropa en American Psycho de Easton Ellis, Lila rellena su vacío con el exceso. Pero ese exceso no conduce al sentido, al contrario, lo imposibilita por asfixia.

Quizá los destinos de Chimo y Lila convergen porque ambos luchan contra lo mismo, la nada social en la que andan inmersos, y por ello las dos estrategias terminan con un mismo fracaso: la pérdida de la amada en un caso y el sacrificio de la pureza que exige todo exceso carnal, por otro. Y por ello esta es una historia triste, muy triste.