jueves, 24 de noviembre de 2011

A SHADOW COUNTRY, A WHITE CASTLE

Peter Matthiessen. País de sombras. Seix Barral. 2010. Traducción de Javier Calvo.




A finales del XIX, el novelista estadounidense John William DeForest plantea en su ensayo The Nation la posibilidad de una Great American Novel, una narración que daría cuenta de las “formas y emociones cotidianas de la existencia Americana”. En invierno del 2000, The Paris Review publica una entrevista larga con el novelista Peter Matthiessen (Nueva York, 1927): “Quizá todos estemos escribiendo la Gran Novela Americana, cada uno a su manera”. Esta aseveración de Matthiessen probablemente sea una gran respuesta: con rigor, el proyecto americano es absurdo si tenemos en cuenta que las formas de existencia americana son cambiantes, como todo. Por eso, quizá lo más parecido a la captura del alma americana sea su literatura al completo y en marcha. También podemos pensar que la Gran Novela Americana es sólo una promesa para mantener vivo el deseo comercial, la hamburguesa de la cadena White Castle que Harold y Kumar ven anunciada en el televisor de su casa una tarde de colocón en Dos colgaos muy fumaos (2004). Para DeForest, este proyecto narrativo sería posible pronto, y pertenecería a los “Newcomes”, a los “Miserables”, a los (re)fundadores. En su película, Harold y Kumar, un hindú y un coreano, emprenden un viaje repleto de peripecias hasta Brunswick, Nueva Jersey, para comer una hamburguesa en el restaurante de comida rápida más antiguo de América. Quizá esa promesa −acometible o no, se cumpla o no− es parte del imaginario colectivo americano; la persecución de una idea, de un deseo  o de una imposibilidad. Una buena expresión de esta persecución sería la narrativa mítica, por su buena disposición para lo sublime. Como en Moby Dick, la hamburguesa del White Castle es una promesa que se manifiesta al final. Porque lo que construye Moby Dick (la obra y la figuración animal) es todo lo que se dice sobre la propia ballena, lo que sucede durante su búsqueda, los sueños que concentra o los temores que invoca. El mito, ya sea una ballena blanca o una hamburguesa barata, es la construcción que suplanta al suceso mondo y lirondo. Si es que existe el suceso. El mito somos nosotros contando el mundo. La cosa y sus ficciones. A todo esto, se ha publicado en España este último año País de sombras. Como ya se ha dicho en otras reseñas, el último libro de Peter Matthiessen es una relectura del mito del hombre americano seminal,  el pionero, el que descubre y destruye en un mismo movimiento. Peter Matthiessen ha escrito, si es que escribir  es exactamente la palabra, la historia de Edgar J. Watson (1855-19110), “pionero de Florida y forajido de la frontera americana que cometió múltiples asesinatos y murió a manos de sus vecinos en un crimen que obsesionó a su hijo”, una historia sobre cómo se construyen las historias. Cómo se recitan. País de sombras comienza con un estribillo endemoniado que cuenta los sucesos del 24 de octubre de 1910, la fecha del asesinato de Watson. La narración objetiva o desenfocada de los hechos nucleares se cuenta en seguida, en una zona desértica o paratextual, el prólogo. Matthiessen entrega la intriga  al lector a las primeras de cambio para trasladarlo inmediatamente al terreno de lo puramente diegético. No es cuestión de narrar nada en sí, sino la historia de una reelaboración, el proceso de conversión de una vida real a palabras y más palabras, hasta la fantasmagoría. ¿Qué sucedió? ¿Cómo murió? ¿Quién contó bien su historia? Partícipes del recital, sólo podemos remitirnos al texto de la contraportada y parafrasear ese motivo primero: la hamburguesa, la ballena, que Edgar J. Watson fue un pionero de Florida, forajido, asesino, muerto a manos de sus vecinos. Esta enunciación, la única posible y supuestamente la más real (no cuestiona ni matiza nada) ya es casi mítica, fosilizada, piedra sinóptica. 


No es el propio tema, qué sea, sino su aventura quien lo definirá. Esto en País de sombras supone ciertas formas de escritura y de lectura: una extensión (País de sombras supera las mil páginas, sin contar el manuscrito…), una unidad indivisible y en tensión, y la paciencia para esperar el texto y entrar en él.  “Mi interés no está puesto en el final del libro sino en el sentimiento de ese final, en la destilación de todas las imaginaciones e intuiciones que lo preceden”. Apelando a la obra de Melville, dirá también: “Todos hemos escuchado quejas sobre Moby Dick, toda esa información ‘aburrida e innecesaria’ sobre las ballenas. Pero sin embarcarnos en todo ese duro viaje, con todos sus detalles −el alquitranado olor de las cuerdas de cáñamo, la herrumbre de los arpones, el crujido de los mástiles y el sacudir de las velas, el viento del océano; cada momento en el que la tripulación recuerda los peligros del mar, en el que aprieta el temor acumulado por la ballena−, sin conocer eso, ¿en qué disposición estaríamos para reunirnos con los tripulantes en los pasajes finales del libro?” La relectura de Matthiessen no solamente atañe a cuestiones de perspectiva narrativa o veracidad argumental, sino que es una lección de las virtudes del realismo en la construcción de lo atmosférico, o  del manejo del ritmo para propiciar un tiempo interno (el que ha de sentir el lector, no el del reloj externo) que “prepare al lector, educándolo sin cesar para lo que está por venir”.Por ello me parece un tanto absurda la polémica mediática que se generó con la nominación (y posterior concesión) del National Book Award de 2008 (The New York Times, 12-11-2008: Are 3 Novels, Revised as One, a New Book?), sobre si se trataba de una recopilación de tres obras o de otra cosa nueva. Si bien es cierto que País de sombras ya se había publicado en tres volúmenes a lo largo de los 90, el propio autor asegura que su historia siempre fue una historia unitaria, con décadas de existencia en la mente de su creador, fragmentada finalmente en tres libros por cuestiones editoriales. La repatriación de sus contenidos al monovolumen permite la recuperación de los efectos genuinos de la obra, absolutamente premiables. 


Porque País de sombras, salvo por la ramificación de algunos pasajes en la segunda parte, es mayúsculo en todos los sentidos: por su capacidad de convocar un mundo poderosamente “real” (ese sentido de lo real que tienen las buenas novelas, que logra que todo suene inevitable) cosido a mano con una prosa súper precisa, rayana en lo poético, sin que por ello nos moleste ampulosidad alguna; porque sin someterse a exigencias simbólicas que menoscaben el relato, por lo bajini, construye toda una alegoría nacional; y porque es toda un reflexión sobre la conversión de la realidad en lenguaje mítico. Los modelos narrativos de la entrevista collage (parte uno: País de sombras) se mezclan con la investigación detectivesca y filosófica (parte dos: Río Lost Man), la confesión autobiográfica (parte tres: Hueso a hueso) o el mismo ejercicio de la omnisciencia que supone la novelización de las tres partes; y propician, todas a la vez, la destrucción y la supervivencia de la historia.


El individualismo rabioso del hombre americano, de quien se hace a sí mismo, expresado en la figura de Edgar J. Watson, es el de la expulsión del paraíso, el de la libertad peligrosa y bella, que no tiene límites. La vida norteamericana como un salir afuera (de lo social) y encontrarse bajo la inmensidad del horizonte, libre y desamparado. La vida de Edgar J. Watson como desajuste de escala entre el hombre y sus deseos expansivos. Ahí Matthiessen sigue la tradición neosublime de las figuras y paisajes fílmicos de Terrence Malick (con quien comparte estética ecológica) o del elogio de lo catastrófico de Walter de Maria. El movimiento del mito: la salida del lenguaje al afuera, a la narración, que pone en peligro la verdad narrativa para introducirla en el círculo vicioso/virtuoso de la recreación. Cuando Edgar J. Watson ponga el primer pie fuera de Carolina del Sur estará dando lugar a su historia, pero la narración de esa misma historia la destruirá por completo en el momento en el que los hechos se pongan en comunicación, arrasados por la extensión desproporcionada del paisaje, aniquilados por el sinfín de voces que contarán su vida para forjar la leyenda. 


La escena liminar del libro, la muerte de Edgar J. Watson, principio y final del mito, parece recomponer la estampa romántica típica: precipitándose hacia su propio final en la bahía de Chokoloskee, contemplamos una diminuta figura erguida sobre una lancha, envuelta por las asíntotas del mar del cielo y de las malas lenguas, que se han unido apenas unas horas antes en el terrible huracán que arrasará toda la costa de los Everglades. Pasada la tormenta, sólo quedará canción.


Artículo publicado originalmente en Revista de Letras: http://www.revistadeletras.net/pais-de-sombras-de-peter-matthiessen/


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