Luis Muñiz, Libro segundo,
Ediciones Trea, Gijón, 2011, 85 págs.
¿De dónde sale Luis Muñiz, alguien que de repente saca un
primer libro alucinante con un dominio del ritmo asombroso y un uso del
lenguaje más que envidiable? Al grano: Luis Muñiz (Caborana, Asturias, 1964)
ejerce el periodismo en el diario La
Nueva España, donde entre otras cosas se ocupa de reseñar libros de poesía,
su primer libro fue elegido por el diario Público
como mejor poemario de 2008 y fue candidato en 2009 al Premio Nacional de
Poesía y además de un modo u otro se le podría relacionar con voces que van de
Canteli a Valente o Miguel Casado.
Se ha dicho que la poesía de Muñiz es meditativa, pero yo
precisaría más y diría que o bien se trata de una meditación constantemente
reiniciada o bien se trata de una meditación sobre la inestabilidad. Al verso
de Muñiz, generalmente versículo -si bien Libro
segundo introduce variaciones en este sentido- es difícil encontrarle un
pariente en España, antes hay que pensar en una tradición yanqui que lo
acercaría a gente como Ashbery o Robert Hass, a un Eliot remoto quizá, y al
fraseo típico del jazz o el rock progresivo (véase el cameo de Robert Wyatt o
las confesiones que el propio autor ha hecho a propósito del saxo). Decía que no
es exactamente una meditación porque, si
bien su palabra es interrogativa al tacto, tanto el sujeto de la meditación como su objeto son
cambiantes, de modo que es imposible arribar a ninguna conclusión definitiva,
mientras que toda meditación tiene por finalidad una extracción de pensamiento.
En Muñiz la singularidad está en la negociación con la realidad, una palabra
sin pánico escénico cuyo hallazgo poético es un encuentro que inmediatamente
queda atrás, porque hay que seguir conversando. Según esta idea, el versículo
es adecuadísimo, no solamente por la solidaridad con lo musical, porque
introduce una cadencia regular donde toda disertación queda integrada, sino
porque además corresponde a esa poética del diálogo incesante: el versículo
escapa de la fijación del verso
tradicional computable, es el verso de
la indagación por excelencia, en su capacidad para reproducir la incontinencia
de la duda.
Decía Valente en ‘Cinco fragmentos para Antoni Tàpies’ (Material memoria, 1977) que la tarea del
poeta es crear un vacío que permita la recepción de lo poético, y por ello la
conducta consustancial al poeta es el silencio. Muñiz pincha la lección silente
como si fuera un castillo inflable: “De rellenos y moldes, piensas, es de lo
que va todo esto; de espacios vacíos y predeterminados que hay que rellenar de
indeterminación, pues no de otra cosa rebosa la vida” (Un fragor…). Efectivamente la cosa va de vacíos, pero ahora ni
continente ni contenido tienen demasiado sentido y la conducta del poeta ha perdido
toda condición religiosa (Libro segundo
ofrece un ejemplo fenomenal en su primer poema, donde se apela a cierta
trascendencia antes del “salir de casa” que será su palabra) para devenir un
dar cuenta, una recepción de lo continuo, un habla magnífica y deslenguada. Con
Muñiz el poeta ya no escucha, en ese sentido tan heideggeriano del permanecer
atento, sino que habla, habla sin parar, porque nada más le ha sido permitido. El
territorio ahora es el del exceso, el de la emanación o la verborrea, pero dado
que el propio terreno es movedizo, el monto poético va repartiéndose, sin
resultar nunca excesivo, siempre la réplica justa al momento.
En Libro segundo
se ha profundizado en estas ideas. Seguimos disfrutando de esa voz cadenciosa,
grave, donde la rapsodia filosófica se disfraza de género periodístico, pero
ahora Muñiz es cada vez más osado, su voz es capaz de dialogar prácticamente
con cualquier cosa. Por ello, podemos decir que Libro segundo se amplía hacia fuera y hacia dentro. Hacia fuera en
la medida en que se tratan asuntos tan dispares como la crisis económica –casi
una crónica– o se versiona con maneras post-rock un clásico de la iconografía
pictórica como la Adoración de los Reyes Magos; y se amplía hacia dentro cuando
el proceso creativo deviene cada vez más objeto de la interrogación en hitos como
‘Londres’ o ’Merodeos (4)’, verdaderos ejemplos de metapoesía en movimiento.
*Reseña publicada originalmente en el número de abril de 2012 de la revista Quimera
Chimo, La voz de Lila, Libros del silencio, Barcelona, 2010, 176 págs.
Visito el blog artístico de Mercè López, autora de la portada de la nueva edición de Lila
dit ça a cargo de Libros del Silencio, y me viene a la cabeza la languidez
feliciana de Jordi Labanda, el tenebrismo de Rai Escalé y la atmósfera perversa
y naïf de la galería Iguapop. Si la primera edición en castellano −que
publicara Ediciones B pisándole los talones al original francés de 1996−
barajaba en su portada el erotismo y la idea de escritura más o menos amateur,
mediante un par de elementos bastante manidos (una espalda ingresiana en el
centro de una hoja cuadriculada arrancada de una libreta), esta reedición
repone la antigua traducción de Ignacio Vidal-Folch con una propuesta estética
a la altura de la novela, que no es poca. La escritura confesional propia del
libro queda sugerida por unos garabatos de puño y letra en un segundo plano,
mientras que adquiere todo el protagonismo una escena ─el paseo en bici de Lila
y el protagonista─ sacada del propio corazón del libro y que desarrolla
astutamente las ideas de perversión e inocencia. La rueda de la bicicleta, de
color apastelado, esparce unas discretas motas de barro sobre la franja blanca
que recoge el título del libro y el nombre de su autor: Chimo. Y vayamos a Chimo.
Los datos son estos:
un escritor-francés-joven-hijo-de-inmigrantes-árabes-en-el-trullo, un abogado
que intermedia, un editor que edita, y dos libretas Clairefontaine con la
escritura de Lila dit ça en el interior. El editor dice las palabras
mágicas, el abogado intermedia, el libro se vende (mucho) y Chimo escribe al
poco su segunda novela, J’ai peur. El resto es un debate, básicamente
francófono e irresuelto, sobre la identidad de Chimo y una película del 2004
con buenas señas en Filmaffinity. Ahora hablemos un poco del libro, que viene a
cuento.
En sus ciento
cincuenta páginas de extensión, Chimo nos cuenta sus peripecias por la banlieu
parisina y sus provocativos encuentros con una deliciosa criaturita llamada
Lila. Un canto al mueble y al inmueble como horizonte imposible, una lección
sobre la carne como frontera, y en definitiva una llamada de atención sobre un
abatimiento social muy pero que muy real.
Dice la contraportada
deLa voz de Lila
que dice Francisco Umbral que la obra de Chimo puede tutear sin miedo al
realismo sucio norteamericano y español. Si bien no me parece del todo acertada
su comparación, creo que uno de los puntos interesantes del libro se mueve por
ese terreno, el de la adscripción a cierto movimiento o a cierto género. ¿Cómo
leemos La voz de Lila y qué propuesta de lectura ofrece ésta? Un segundo
punto que intuyo destacable es la pelea entre pornografía y erotismo, entre
sentido y sinsentido, y que para mí resume el libro en toda su fuerza teórica y
en toda su tristeza.
La edición francesa
tiene experiencia en eso de los tipos raros (Houellebecq) y las obras con
seudónimo (prolífico Romain Gary), y además acarrea treinta años de debate
sobre la autoficción, así que me parece normal que se inmiscuya aquí la
endemoniada etiquetita de género. Hay dos bandos diferenciados en el debate
sobre Chimo: el bando que dice que Chimo es Chimo y la historia de Lila su
propia historia; y un segundo bando que dice que hay otro escritor y que, en
todo caso, Chimo es su profeta. Y esas parecen ser las dos posiciones: la
novela autobiográfica o la novela ficcional pura y dura. Pero creo que la
cosa reside más bien entre una y otra propuesta. No se trata de creer o no
creer, se trata de cómo leer. Es evidente que la recepción del libro se produce
en mitad de una polémica sobre la idea de autoría que pertoca a su vez la
identidad del narrador y del personaje: ¿son los tres el mismo y por ello cabe
hablar de autobiografía? En resumen, toda lectura del libro obliga a
posicionarse ante el debate o a reconocer que por lo menos tal debate existe.
Sin embargo, el autor asume su realidad extraliteraria con la misma
tranquilidad con que uno se echaría azúcar en el café. El resultado es este:
una propuesta de lectura unidireccional (autobiográfica) versus una
lectura enmarañada en la duda. Ese contraste entre seguridad y contingencia es
una tensión típica de la autoficción. Pero lo interesante de esta contribución
a lo autoficcional está en esa zona cercana al texto que Genette designó como paratexto.
De la misma manera que Albin Michel pasea a Amélie Nohthomb por librerías y
salas de conferencia de medio mundo con el cuento de haber contado la verdad,
toda la verdad y nada más que la verdad en sus libros, Plon y Libros del
Silencio aportan su granito de arena a una estrategia literaria muy
interesante, puesto que pone de relieve la importancia de lo social en las
teorías de la recepción y en la poética de los géneros literarios.
Pongamos tres
ejemplos: (1) el argumento del joven, el editor y el abogado; (2) la Advertencia
del editor francés que precede a la obra; (3) y el uso de las notas a pie
de página. El primer ejemplo es el menos sibilino: situar una historia en
ciertos lugares de autoridad significativa (lo dice la contraportada, lo cuenta
la reseña de aquél suplemento, lo aseguran en el prólogo) para legitimar el
argumento.
El segundo ejemplo, la advertencia del editor, es otro ejemplo del
primer tipo pero de mayor potestad (guau, lo asegura el editor). Pero la manera
en que se lleva a cabo es más inteligente, y además introduce los modos del
tercer ejemplo. Se trata de aquél efect du réel analizado por el primer
Roland Barthes a finales de los sesenta. Existen dos funciones retóricas de lo
descriptivo: aquellas que informan de aspectos nucleares para la narración y
las que se ocupan de los detalles insignificantes, pero cuya significación es
máxima. El detalle más insignificante produce, en conjunto, un poderosísimo
efecto de realidad, es decir, resulta un efecto de retórica narrativa de primer
orden. Cuando Olivier Orban nos explica que Plon recibió un manuscrito con «la
expresión “Lila dit ça” escrita en mayúsculas en el margen superior de la
página 7», no se trata tanto de informar al lector de los hechos que dieron
lugar a la edición (lo cual no suele suceder), sino más bien de connotar la
verosimilitud de su propuesta autobiográfica.
En tercer lugar, las notas a pie
de página siguen el mismo camino, apuntalar el pacto de lectura que arroja el
texto mediante alusiones directas al manuscrito. Toda este movimiento me
recuerda a aquella exhortación de Herbert Marcuse para erotizar las zonas más
castigadas por nuestro inconsciente censor. Las estrategias literarias que van
más allá de las zonas propiamente literales (o sea, el texto estricto) permiten
−que no aseguran− una extensión de las zonas genitales o literarias a otros
puntos aparentemente menos susceptibles a una elaboración artística pero
potencialmente erógenos o creativos. A eso creo que se refiere la frase de Le
Nouvel Observateur cuando dice que «si hay engaño, éste nos deja una novela
inusual, divertida, tierna, viva».
Por último, comentar
la tensión entre erotismo y pornografía como un posible amarre de lectura.
Decía que esta historia trata la carne como lugar limítrofe (en este caso la de
Lila en su año decimosexto). Y ese lugar es el de la progresión
socioeconómica. Creo que hay dos usos del cuerpo en esta novela. Por un lado
está la versión cultural (la que aboga por el sentido) del propio Chimo. Es la
típica del escritor: poetizar una realidad que aparentemente se muestra sin un
orden significativo. Ante la nada ofrecer una elaboración, una mediación
cultural frente a lo real. Sus visiones de Lila son de este tipo, pasadas por
el cedazo de lo poético. Chimo viste y desviste a Lila, y su trato con ella
siempre es mediado por sus deseos (siempre inconclusos), por una imagen
preciosa y anhelada, intervenido por la escritura. A esto llamo yo el trato
erótico al cuerpo de Lila, que inyecta sentido a aquello que carece de ello.
Lila, por su parte, combate su atonía vital con la rebeldía de la insinuación
pornográfica, trasladando lo carnal al límite de su sentido: la obscenidad. Si
Chimo admira el cuerpo de Lila, Lila desea simplemente verse follando ante un
espejo. Uno aleja el cuerpo para contemplarlo, la otra lo acerca para exceder
el sentido. Ese exceso de pollas y cámaras de vídeo filmando la cópula parecen
querer sublimar algo, rebasar una cota que en realidad no existe. Como la
hipertrofia obscena en la descripción de la ropa en American Psycho de
Easton Ellis, Lila rellena su vacío con el exceso. Pero ese exceso no conduce
al sentido, al contrario, lo imposibilita por asfixia.
Quizá los destinos de
Chimo y Lila convergen porque ambos luchan contra lo mismo, la nada social en
la que andan inmersos, y por ello las dos estrategias terminan con un mismo
fracaso: la pérdida de la amada en un caso y el sacrificio de la pureza que
exige todo exceso carnal, por otro. Y por ello esta es una historia triste, muy
triste.