martes, 13 de diciembre de 2011

ECUACIONES DE PÁJAROS



Benjamin Péret, El núcleo del cometa, Editorial Argonauta, Buenos Aires, 2011




En 1924, en el último párrafo del Primer manifiesto surrealista, André Breton decía a propósito de Robert Desnos que este era quien más cerca estaba de la verdad surrealista: “Desnos habla en surrealista cuando le da la gana”, que en su voz fluía a la perfección su pensamiento y que si no lo fijaba en palabras era porque “prefiere hacer otras cosas más importantes”. Por aquél entonces, mientras Desnos era el poeta interesado en la hipnosis, donde había acampado al raso, Péret, a pesar de ser un miembro decisivo en la creación del movimiento surrealista, era simplemente el poeta enigmático que hacía “ecuaciones de pájaros”. Con el tiempo Desnos y Breton se alejarían por divergencias poéticas y en 1966, en su Antología del humor negro, Breton diría de Péretl:“Nadie más realizó plenamente sobre el verbo la operación correspondiente a la ‘sublimación’ alquímica que consiste en provocar la ‘ascensión de lo sutil’ mediante su ‘separación de lo espeso’.”Lo espeso, aquí, será “esa corteza de significado exclusivo con la que el uso ha recubierto todas las palabras y que no deja prácticamente espacio para sus asociaciones”. Y con esto llego a donde me interesa. Es cierto que hoy en día, aleccionados por lecturas y lecturas de Aleixandre, Lorca, Pizarnik o incluso el Walt Disney de La bella y la bestia, a nadie sorprende la estrategia de los surrealistas y la creación asociativa es un recurso habitual en el zurrón poético. Pero no está de más poner las cosas en su sitio y abrillantar ciertos nombres.

El núcleo del cometa que acaba de publicar la Editorial Argonauta no es ningún cimiento, pero es un  espléndido poliestireno expandido para rellenar fisuras groseras, uno de esos trabajos editoriales que permiten, con calzado sigiloso, que no nos falte de nada en las librerías. Este volumen, de apenas 150 páginas, traduce el ensayo Le noyau de la comète, texto introductorio que escribiera Péret para su Antología del amor sublime de 1956. Le sigue una breve recopilación de poemas de sus libros más significativos, con especial énfasis en su obra de 1936, Je sublime. En esa anfibología (“yo, sublime” o “yo sublimo”) está la conexión con el ensayo estelar y una clave verbal que es la espina más gorda del surrealismo. Además de un repaso muy recomendable por la historia del pensamiento erótico, El núcleo del cometa presenta una concepción amorosa (“sublime”) que aspira a una nueva plenitud, donde carnalidad y espiritualidad son imprescindibles para lograr una unión absoluta. Según Péret, el amor sublime alcanza sus cimas porque antes ha atravesado los repechos y ha mojado sus tobillos en los regatos que crecen al pie. No hay que ser muy listo para ver en esta idea el celofán erótico de una poesía automática que no teme a la combinación más sorprendente. El pack del amor no es que incluya el folleteo, es que lo exige como materia medular. La creación poética no puede, tampoco, caminar por el barro levantándose las faldas. Hay que mezclar, alambicar, probar una y otra vez hasta encresparse el pelo y llenarse la cara de azufre. En este sentido, las raíces combinatorias son muy distinguibles en Péret, y por eso su lectura resulta, además de fascinante, toda una lección de cómo mezclar la esfera natural, el mundo industrial y la sección de objetos domésticos.

Por último, este libro es también una muestra de las conexiones entre Francia y Sudamérica. Como ya sucediera en la french connection de Darío y Amado Nervo, enlazados con Verlaine o Catulle Mendés; los poemas del libro de Péret (traducidos en su mayoría por los poetas Aldo Pellegrini y César Moro, argentino uno y peruano el otro) son la prueba de las conexiones entre el primer surrealismo francés y la deriva transoceánica, a partir de la traducción y difusión de los textos franceses en revistas sudamericanas. Así, este libro permite seguir trazando trayectorias radiales en torno al surrealismo nuclear, como es el caso de la recuperación del libro del propio César Moro, La tortuga ecuestre y otros poemas en español (Biblioteca Nueva, 2004) o los textos de la ramificación estadounidense del Grupo surrealista de Chicago en ¿Qué hay de nuevo, viejo? (Pepitas de calabaza ed., 2008). 


ANTOLOGÍA DE ANSIOSOS

VV. AA., La escuela de Wallace Stevens, Vaso Roto ediciones, 2011, con textos introductorios de Harold Bloom. Traducción de Jeannette L. Clariond 



Tengo un problema con Harold Bloom (Nueva York, 1930), lo confieso. Por lo general, sus tesis principales son comprensibles: el don puro del genio;  la agonística que implican las relaciones interpoéticas y que resume bajo el concepto de misreading o dialéctica entre la presión de la influencia y la libertad creativa que esa misma influencia permite; la expresión de ese combate en un ejercicio de imaginación que nos conmueve y encumbra nuestra percepción; el abordaje crítico amparado fundamentalmente en la estética; etcétera. Pero esta comprensión básica no es suficiente y Harold Bloom me frustra. Su análisis crítico siempre me ha parecido estar más próximo a la verdad poética, que carece de argumentación, y echo de menos una logopedia mínima que tenga en cuenta que hay un lector al otro lado que no es experto en cabalística ni en gnosticismo. No hay problema, hablemos de cábala, hablemos de gnosis, apelemos al clinamen y a la etimología de las cartas paulinas, pero Bloom a menudo no cumple con el rigor argumentativo, la cohesión y la luminosidad que debería tener un texto supuestamente divulgativo, por compleja que sea la materia. El mismo Canon occidental es un tesoro de ilusiones perdidas, de conatos ilustrativos que terminan en mera aseveración. 

La escuela de Wallace Stevens presenta una antología de poesía norteamericana (17 poetas, de Stevens a Li-Young Lee) pespunteada por textos introductorios a cargo de Bloom (introductorios en el sentido meramente ordinal), concertada y orquestada por Jeannette L. Clariond, a quien debemos un prólogo brillante.  Si tenemos en cuenta que los poemas seleccionados vienen dados por las introducciones de Bloom (son los ejemplos que él cita, mayormente), he aquí un modo perfecto para aproximarnos a esa poesía que Bloom llama emersoniana, orfismo estadounidense o sublime americano (una lectura paralela de su La religión americana dará sus frutos), donde sobresale la exaltación del yo como un cosmos en perpetua transición, un yo daimonizado que dialoga cara a cara con la naturaleza. La propuesta de la editorial Vaso Roto es una lectura jerarquizada de todo un siglo de poesía a raíz de las obras de Hart Crane (El puente) y Wallace Stevens (Las auroras de otoño), a partir de las cuales se desprenderían luego Bishop, Ashbery o Mark Strand. A pesar del título, luego se desmiente esta organización y se instaura a Stevens como verdadero gran padre. Un Stevens que, en realidad, es Emerson. Dice Clariond en su texto: “La escuela de Wallace Stevens se nutre de Longino en el sentido sublime y de Ralph Waldo Emerson en su mirada a la naturaleza”.  Longino no me parece tan decisivo, pues Bloom habla de sublime americano, esto es, emersonismo –que ya lo subsume–, al que se refiere como verdadera veta nativa de la poesía norteamericana. 

Si hay un lugar donde Bloom se expresa claramente a propósito de Emerson es en su libro ¿Dónde se encuentra la sabiduría? Ahí encontramos las dos vertientes que, en mi opinión, recorren esta antología. Por un lado,  el anverso poderoso, en palabras de Emerson: que “reside en el momento de transición de un pasado a un nuevo estado, en cruzar velozmente un abismo, en lanzarse a por un objetivo”, eso que Bloom llama la desencarnación/encarnación del poeta órfico, y que tan bien representa el poema de A. R. Ammons, ‘Ensenada Carsons’. El reverso es esa necesidad de comunidad que exalta el yo en lo uno: “compartir la naturaleza del mundo”, ese vérselas cara a cara con la divinidad que trasluce una soledad dolorosa y  que ejemplifica un verso de Anne Carson: “Una forma de postergar la soledad es interponer a Dios”, donde Dios funcionaría como lugar de integración  donde el yo se exalta. Si bien el criterio de Clariond/Bloom es sólido y funciona la selección, no así los textos introductorios de Bloom: las fuentes de estos son dispares (son publicaciones de 1976, 1998 o 2003) y por ello se echa de menos cierta continuidad en el discurso. Salvando esa consideración y por encima de mis problemas con Bloom, este es un recibidor de lujo para descubrir una tradición poética arrolladora. 


Texto publicado originalmente en Quimera, número 337.



jueves, 24 de noviembre de 2011

A SHADOW COUNTRY, A WHITE CASTLE

Peter Matthiessen. País de sombras. Seix Barral. 2010. Traducción de Javier Calvo.




A finales del XIX, el novelista estadounidense John William DeForest plantea en su ensayo The Nation la posibilidad de una Great American Novel, una narración que daría cuenta de las “formas y emociones cotidianas de la existencia Americana”. En invierno del 2000, The Paris Review publica una entrevista larga con el novelista Peter Matthiessen (Nueva York, 1927): “Quizá todos estemos escribiendo la Gran Novela Americana, cada uno a su manera”. Esta aseveración de Matthiessen probablemente sea una gran respuesta: con rigor, el proyecto americano es absurdo si tenemos en cuenta que las formas de existencia americana son cambiantes, como todo. Por eso, quizá lo más parecido a la captura del alma americana sea su literatura al completo y en marcha. También podemos pensar que la Gran Novela Americana es sólo una promesa para mantener vivo el deseo comercial, la hamburguesa de la cadena White Castle que Harold y Kumar ven anunciada en el televisor de su casa una tarde de colocón en Dos colgaos muy fumaos (2004). Para DeForest, este proyecto narrativo sería posible pronto, y pertenecería a los “Newcomes”, a los “Miserables”, a los (re)fundadores. En su película, Harold y Kumar, un hindú y un coreano, emprenden un viaje repleto de peripecias hasta Brunswick, Nueva Jersey, para comer una hamburguesa en el restaurante de comida rápida más antiguo de América. Quizá esa promesa −acometible o no, se cumpla o no− es parte del imaginario colectivo americano; la persecución de una idea, de un deseo  o de una imposibilidad. Una buena expresión de esta persecución sería la narrativa mítica, por su buena disposición para lo sublime. Como en Moby Dick, la hamburguesa del White Castle es una promesa que se manifiesta al final. Porque lo que construye Moby Dick (la obra y la figuración animal) es todo lo que se dice sobre la propia ballena, lo que sucede durante su búsqueda, los sueños que concentra o los temores que invoca. El mito, ya sea una ballena blanca o una hamburguesa barata, es la construcción que suplanta al suceso mondo y lirondo. Si es que existe el suceso. El mito somos nosotros contando el mundo. La cosa y sus ficciones. A todo esto, se ha publicado en España este último año País de sombras. Como ya se ha dicho en otras reseñas, el último libro de Peter Matthiessen es una relectura del mito del hombre americano seminal,  el pionero, el que descubre y destruye en un mismo movimiento. Peter Matthiessen ha escrito, si es que escribir  es exactamente la palabra, la historia de Edgar J. Watson (1855-19110), “pionero de Florida y forajido de la frontera americana que cometió múltiples asesinatos y murió a manos de sus vecinos en un crimen que obsesionó a su hijo”, una historia sobre cómo se construyen las historias. Cómo se recitan. País de sombras comienza con un estribillo endemoniado que cuenta los sucesos del 24 de octubre de 1910, la fecha del asesinato de Watson. La narración objetiva o desenfocada de los hechos nucleares se cuenta en seguida, en una zona desértica o paratextual, el prólogo. Matthiessen entrega la intriga  al lector a las primeras de cambio para trasladarlo inmediatamente al terreno de lo puramente diegético. No es cuestión de narrar nada en sí, sino la historia de una reelaboración, el proceso de conversión de una vida real a palabras y más palabras, hasta la fantasmagoría. ¿Qué sucedió? ¿Cómo murió? ¿Quién contó bien su historia? Partícipes del recital, sólo podemos remitirnos al texto de la contraportada y parafrasear ese motivo primero: la hamburguesa, la ballena, que Edgar J. Watson fue un pionero de Florida, forajido, asesino, muerto a manos de sus vecinos. Esta enunciación, la única posible y supuestamente la más real (no cuestiona ni matiza nada) ya es casi mítica, fosilizada, piedra sinóptica. 


No es el propio tema, qué sea, sino su aventura quien lo definirá. Esto en País de sombras supone ciertas formas de escritura y de lectura: una extensión (País de sombras supera las mil páginas, sin contar el manuscrito…), una unidad indivisible y en tensión, y la paciencia para esperar el texto y entrar en él.  “Mi interés no está puesto en el final del libro sino en el sentimiento de ese final, en la destilación de todas las imaginaciones e intuiciones que lo preceden”. Apelando a la obra de Melville, dirá también: “Todos hemos escuchado quejas sobre Moby Dick, toda esa información ‘aburrida e innecesaria’ sobre las ballenas. Pero sin embarcarnos en todo ese duro viaje, con todos sus detalles −el alquitranado olor de las cuerdas de cáñamo, la herrumbre de los arpones, el crujido de los mástiles y el sacudir de las velas, el viento del océano; cada momento en el que la tripulación recuerda los peligros del mar, en el que aprieta el temor acumulado por la ballena−, sin conocer eso, ¿en qué disposición estaríamos para reunirnos con los tripulantes en los pasajes finales del libro?” La relectura de Matthiessen no solamente atañe a cuestiones de perspectiva narrativa o veracidad argumental, sino que es una lección de las virtudes del realismo en la construcción de lo atmosférico, o  del manejo del ritmo para propiciar un tiempo interno (el que ha de sentir el lector, no el del reloj externo) que “prepare al lector, educándolo sin cesar para lo que está por venir”.Por ello me parece un tanto absurda la polémica mediática que se generó con la nominación (y posterior concesión) del National Book Award de 2008 (The New York Times, 12-11-2008: Are 3 Novels, Revised as One, a New Book?), sobre si se trataba de una recopilación de tres obras o de otra cosa nueva. Si bien es cierto que País de sombras ya se había publicado en tres volúmenes a lo largo de los 90, el propio autor asegura que su historia siempre fue una historia unitaria, con décadas de existencia en la mente de su creador, fragmentada finalmente en tres libros por cuestiones editoriales. La repatriación de sus contenidos al monovolumen permite la recuperación de los efectos genuinos de la obra, absolutamente premiables. 


Porque País de sombras, salvo por la ramificación de algunos pasajes en la segunda parte, es mayúsculo en todos los sentidos: por su capacidad de convocar un mundo poderosamente “real” (ese sentido de lo real que tienen las buenas novelas, que logra que todo suene inevitable) cosido a mano con una prosa súper precisa, rayana en lo poético, sin que por ello nos moleste ampulosidad alguna; porque sin someterse a exigencias simbólicas que menoscaben el relato, por lo bajini, construye toda una alegoría nacional; y porque es toda un reflexión sobre la conversión de la realidad en lenguaje mítico. Los modelos narrativos de la entrevista collage (parte uno: País de sombras) se mezclan con la investigación detectivesca y filosófica (parte dos: Río Lost Man), la confesión autobiográfica (parte tres: Hueso a hueso) o el mismo ejercicio de la omnisciencia que supone la novelización de las tres partes; y propician, todas a la vez, la destrucción y la supervivencia de la historia.


El individualismo rabioso del hombre americano, de quien se hace a sí mismo, expresado en la figura de Edgar J. Watson, es el de la expulsión del paraíso, el de la libertad peligrosa y bella, que no tiene límites. La vida norteamericana como un salir afuera (de lo social) y encontrarse bajo la inmensidad del horizonte, libre y desamparado. La vida de Edgar J. Watson como desajuste de escala entre el hombre y sus deseos expansivos. Ahí Matthiessen sigue la tradición neosublime de las figuras y paisajes fílmicos de Terrence Malick (con quien comparte estética ecológica) o del elogio de lo catastrófico de Walter de Maria. El movimiento del mito: la salida del lenguaje al afuera, a la narración, que pone en peligro la verdad narrativa para introducirla en el círculo vicioso/virtuoso de la recreación. Cuando Edgar J. Watson ponga el primer pie fuera de Carolina del Sur estará dando lugar a su historia, pero la narración de esa misma historia la destruirá por completo en el momento en el que los hechos se pongan en comunicación, arrasados por la extensión desproporcionada del paisaje, aniquilados por el sinfín de voces que contarán su vida para forjar la leyenda. 


La escena liminar del libro, la muerte de Edgar J. Watson, principio y final del mito, parece recomponer la estampa romántica típica: precipitándose hacia su propio final en la bahía de Chokoloskee, contemplamos una diminuta figura erguida sobre una lancha, envuelta por las asíntotas del mar del cielo y de las malas lenguas, que se han unido apenas unas horas antes en el terrible huracán que arrasará toda la costa de los Everglades. Pasada la tormenta, sólo quedará canción.


Artículo publicado originalmente en Revista de Letras: http://www.revistadeletras.net/pais-de-sombras-de-peter-matthiessen/


sábado, 12 de noviembre de 2011

MARCHANDO UNA DE KINGPIN

Punisher MAX: Kingpin. Guión de Jason Aaron, dibujo de Steve Dillon, color de Matt Hollingsworth. Panini. 2011.



Se cumple poco más de una década (corría el 2000 en los USA) desde que Garth Ennis rescatara la serie de Punisher de una existencia anodina y caramelizada, para explosionarlo mediante dosis de violencia hiperbólica y humor negro. La llegada de Jason Aaron (Alabama, 1973) como guionista (el pasado 2010, y que ahora llega a España con Panini, si bien en USA lleva ya 17 números por el momento) y su primera publicación para la serie, Punisher MAX: Kingpin, nos demuestra que los enérgicos parámetros instaurados por Ennis se mantienen. Solamente hay que ver quién acompaña a Aaron a los lápices: ni más ni menos que Steve Dillon, escudero de Ennis en sus mayores aventuras (Predicador, Hellblazer…).
La historia que nos plantea Aaron significa varias cosas: por un lado, recuperar para la serie Punisher MAX a uno de los villanos más entrañables del paisaje Marvel, con quien el personaje ya había tenido célebres enfrentamientos a finales de los 80; y por otro, dar un paso más allá de Ennis en la construcción de los argumentos, sin por ello dejar de rendir homenaje al guionista norirlandés a  modo de rito de paso.
Punisher MAX: Kingpin reescribe la historia de Wilson Fisk, alias Kingpin, rey absoluto del crimen, entrecruzando la ascensión de Fisk al trono criminal con la aparición de Frank Castle, el veterano de guerra convertido en Punisher tras la muerte de su esposa e hijos a manos de la mafia. Aaron le toma muy bien el pulso al Castle de Ennis ya desde las primeras páginas, donde la crueldad del antihéroe queda fuera de toda duda y explicación, o en las muertes de los sicarios y mafiosos de medio pelo, que  constituyen todo un catálogo de muertes y lesiones alocadas desde que el Punisher de Ennis se cargara a los hijos de Ma Gnucci en su primer contacto con el personaje. Lo que constituye, a mi juicio, el homenaje mayor a esa etapa desbocada es la pelea que inventa Aaron entre Castle y una especie de sicario amish, con participación de un carruaje de caballos y festival de vísceras, y cuyo enfrentamiento final recuerda mucho a la primera pelea de Castle con El Ruso.


La principal novedad que supone esta nueva etapa (el volumen de Panini recopila Punisher MAX: Kingpin 1-5#) es el abandono de los arcos argumentales marcadamente lúdicos para reflexionar, por lo menos esta vez, acerca de la construcción del mito. Si bien Ennis ya había incursionado en ese terreno en Punisher MAX: Born, el tratamiento de Ennis puede entenderse más bien como reflexión sobre la psicología del mal en Frank Castle. De lo contrario, Aaron parece interesarse por la naturaleza constructiva de cierta idea de superhéroe. En ese sentido la lucha Kingpin-Punisher se produciría en dos niveles: el de la historia, obediencia a cierta tradición del enfrentamiento entre héroe-villano, y como disquisición paralela acerca de cómo están construidos ambos modelos, la pelea viñeta a viñeta por construir una identidad imperecedera.


Revisitar viejas historias y versionar sus cimientos es inevitable si tenemos en cuenta que la casa de las ideas lleva más de medio siglo narrando las aventuras de los mismos personajes. Pero una cosa es reformar el baño (la avalancha Ultimate o un caso concreto como Lobezno: Origen) y otra muy distinta cuestionar dónde hay que ubicar el bidé y si todavía es necesario. Aquí el bidé son Kingpin y Punisher y su historia una meditación violenta sobre las propiedades del gres y los metales cromados. La trama de Aaron es la siguiente: en el mundo criminal, Kingpin es una leyenda o por lo menos una figura espectral. Se dice que lo controla todo, desde las finanzas hasta los trapicheos de los bajos fondos. Todos hablan de él, pero nadie lo ha visto. Ante esta situación, Wilson Fisk, un matón de medio pelo que tiene una masa muscular que acoquina y un pasado traumático que no se queda atrás, decide ocupar ese vacío mítico y convertirse en Kingpin. A la etiqueta que dice 15.000 gramos de carne sin picar, Wilson Fisk decide ponerle bulto y color. Y esa estrategia intradiegética nos lleva a una interesante reflexión sobre la naturaleza del superhéroe como resorte narrativo, como pin intercambiable generación tras generación, que funciona en la mente de autores y lectores década tras década, y que esta vez es llevado hasta el interior de la viñeta. 


Aaron decide meter al anónimo Wilson Fisk en la piel de Kingpin porque ese es el movimiento del mito, un lugar común reconocible en el que todos podemos concretarnos, un aspirador de última generación que no hace ruido y reclama periódicas absorciones. Y que Fisk sea algo así como un pringado no es baladí. El interior de la naturaleza mítica es una construcción porque el mito como referente asombroso es una entelequia que no se sostiene por sí misma. Kingpin o Punisher no tienen ningún poder, no tienen la fuerza del Juggernaut ni la agilidad chistosa de Peter Parker, que resultan valores superheroicos en sí mismos. Punisher es el humano demasiado humano que concibe lo magnífico y lo construye: la narrativa interior de Castle (esas voces monologales que acompañan la descarga de munición y que comentan la acción en tiempo real) expresa esa naturaleza autoconstructiva, así como el uso de poderes que o bien no tienen nada del otro mundo (Castle es puro músculo entrenado en el ejército y una suerte que te cagas para que la Marvel pueda seguir publicando un próximo episodio) o son pura razón instrumental (de la Uzi al lanzallamas). El Kingpin de Aaron se inscribe en esa liga de los pringuis que quieren ser como Supermán por sus cojones, como el personaje de Millar en Kick Ass. Kingpin como villano hecho a sí mismo, como humanidad que se proyecta en las estrellas que ha fabricado el cine. El Kingpin de Aaron es Javier Cámara ante el espejo jugando a ser Travis Bickle en Taxi Driver. Kingpin jugando a ser Kingpin y de repente consiguiéndolo a fuerza de astucia y bíceps, porque no existe la telekinesia, ni la picadura de la araña ni los implantes de adamantio, solo el curro y el trabajo y el oficio del ladrillo. Eso es el mito. Y mola.


Veamos dos ejemplos de esto en el cómic. Uno a través del uso de una viñeta y otro mediante la composición de la página. Hacia el final del primer número del volumen, vemos una viñeta en donde aparece Fisk de espaldas, mirando por la ventana mientras habla por teléfono y recibe órdenes. Esta escena aparentemente es transitiva, banal, pero no. Es indicativo que al volver la página nos demos de bruces con una ilustración a toda página con la cara de Fisk, y con el título del segundo episodio: Kingpin. Fisk de espaldas, Kingpin frontalmente. Ese giro es un movimiento significativo y por ello está situado a caballo entre dos episodios, como evolución estructural. Lo interesante de esa viñeta es el diálogo que establece con el lector a través de una iconografía predispuesta: una de las imágenes típica del rey del crimen es la envergadura de su cuerpo en traje blanco y con bastón rematado en diamante, en lo alto de la torre Fisk (desde donde preside su imperio económico), fija la mirada en la ciudad que se despliega a sus pies, a través de las paredes acristaladas. Esa estampa que el lector maneja entra en tensión inmediatamente con la viñeta de Aaron/Dillon. Fisk en vez de Kingpin, camiseta negra en vez del traje de etiqueta, ventana convencional con cortina en lugar del cristal lavada una vez por semana en el piso 44. La visión del skyline neoyorkino es clara: la mirada de Fisk queda por debajo de los edificios, el paisaje actua de modo metonímico para referirse a un poder en ciernes. Una viñeta decisiva que funciona narrativamente en la historia a la vez  que cuestiona la representación tradicional de Kingpin. Ahora resulta que el poder no se da ni se recibe,  se alcanza. Es interesante ver, también, cómo Dillon juega con el volumen del cuerpo de Fisk, donde su espalda o su cabeza generalmente ocupan todo el espacio concedido por el marco. Se trata de un recurso heredado por décadas de figuración del personaje, pero que en este nuevo contexto posmítico nos habla de la ocupación del poder, que toda toma de poder tiene poco de sagrado y mucho de violencia  posteriormente sublimada.


  


El segundo ejemplo es interesante por el uso que Dillon hace de la composición simétrica para reforzar la oposición (y a la vez el paralelismo) entre Castle y Fisk como  variantes de un mismo modelo de construcción mítica. Se trata de una página del segundo número, dividida en 6 viñetas en las que vemos cómo ambos personajes tratan, sucesivamente, con un grupo de prostitutas. Tanto Fisk como Castle las sobornan para poder difundir u obtener información. Así, la versión de los hechos míticos se reduce a un mero negocio de poder a cambio de discurso. El poder de Punisher y el de Kingpin proviene, como decía, de la elaboración estratégica, de la suma continua e inteligente de viñetas que lleva finalmente al dibujo impactante de la portada, lugar mítico por posición.


domingo, 30 de octubre de 2011

CUERPO A CUERPO: ENFERMEDAD Y POESÍA EN LOIS PEREIRO

Lois Pereiro. Obra completa. Libros del silencio. 2011.


¿Quién no quiere enfermar?
Triángulo de Amor Bizarro



Dice Iago Martínez, periodista y autor de la reciente biografía Lois Pereiro. Vida e obra (Xerais, 2011), en un artículo del mes de abril en el Xornal de Galicia, que esta edición de O Dia das Letras Galegas dedicada a la figura del escritor de Monforte de Lemos “debería servir para rescatar al poeta del personaje en el que lleva instalado desde su muerte prematura y para conocer bien su obra”. Ciertamente, la calificación de poeta maldito aparece con demasiada facilidad para referirse a él, y hasta cierto punto es comprensible pensar que su obra ha quedado eclipsada por una iconografía abusiva: stencils con su rostro macilento; grupos que adaptan algún poema suyo sobre la drogadicción, sin que nos demos cuenta de que con esa selección estamos jerarquizando mucho, demasiado, la imagen poética de Pereiro; o biografías fascinadísimas por la personalidad del poeta. Sí, habemus Papa. Sin embargo, una lectura de su obra no termina de poner del todo en entredicho esta fenomenología: si bien la obra de Pereiro exige un tratamiento estrictamente literario, también es cierto que toda su poesía está embebida de cierto aire maldito, nos guste o no, por mucho que Eloy Fernández Porta diga —y con razón— que hoy  en día el ennui, el spleen, el tedio de marras, solamente lo experimenta algún profesor de secundaria en Manlleu.
         Lo maldito nos fascina. Nos fascina que Ian Curtis muriera tan joven o que Rimbaud abandonara la poesía para vivir peligrosamente. Pero las maldiciones, en realidad, no molan. Llevar una vida al límite para poder ver las cosas de un modo distinto a veces es un precio demasiado alto y estimarlo conlleva elevadas dosis de ingenuidad,  por mucho legado musical o literario que esa actitud suponga. La veracidad del sufrimiento en el sujeto maldito ha de ser inapelable para que su actitud no nos parezca la pose de un capullo. Hace poco Darren Arronofsky trataba colateralmente este tema en su película Cisne negro y volvía a colarnos la misma mentirijilla de siempre. La bailarina que protagoniza su historia pretende realizar una interpretación artística total, aunando la oscuridad y la luz de lo artístico, la disciplina apolínea y el furor dionisíaco, y sus escarceos con el lado oscuro ofrecían la terminación al uso: interpretación perfecta con muerte del artista. Arronofsky nos vuelve a recordar que la perfección apela al exceso, y el exceso a su vez, la pérdida del control, el éxtasis, comporta dos tarjetas amarillas y la expulsión del campo de juego. Pero hay una treta. Cuando el artista muere el cadáver queda oculto y el césped limpio, el público aplaude la jugada pero no se horroriza porque no hay sangre y es sublime. Pero qué hubiera pasado si, en vez de acabar con su propia vida: la opción menos jodida al fin y al cabo,  el furor dionisíaco hubiera llevado a Natalie Portman a cargarse a su colega Mila Kunis: entonces tendríamos un cadáver que el arte no hubiera desintegrado, ahí, ensuciando el camerino, y encima una artista peligrosa sobre las tablas. Eso sería lo terrible de verdad y el perfil realista del arte maldito. El artista maldito esconde el polvo y el sudor debajo del felpudo y pone los brazos en jarras para que se vea mejor la letra ese de superhombre que lleva en el pecho. Pero nadie dirá, en cambio, que los delitos de Farruquito o de Polanski son gajes del oficio artístico, sino crímenes. Según la maniobra de Arronofsky, el borracho es solo un bohemio y el yonki un artista del trapecio. Pero si Lois Pereiro (Monforte de Lemos 1958 – A Coruña 1998) no hubiera contraído el síndrome de la colza en el año 1981 y posteriormente el sida un par de años antes de su muerte, su talento hubiera permanecido igual de musculado. Sin embargo no fue así, desgraciadamente contrajo la colza y el sida, y estos marcaron enormemente toda su producción poética. Me gustaría abordar este texto tomando la enfermedad de Lois como un estado dado reelaborado semánticamente. Por supuesto, su disposición mental y sentimental quedaron decisivamente marcados por lo vírico, pero en el momento en que traspasan el umbral de lo poético debemos someterlos a un análisis principalmente literario. La enfermedad en la poesía, no la poesía de un enfermo. 

        Para tratar semánticamente la enfermedad, debemos hacer una última concesión referencial. La maldición en Pereiro, por lo menos la condenación física que significó el síndrome del aceite tóxico —la enfermedad de la colza— no fue una responsabilidad achacable al propio autor, sino al azar. Que Pereiro enfermara de colza es hasta cierto punto aleatorio, de modo que sus virtudes poéticas hay que buscarlas en la formalización poética, ni siquiera en la mera presencia semántica. Cuando Paul Verlaine en 1884 escribe su ensayo de crítica literaria Los poetas malditos, está manejando como antólogo  un criterio de tipo socioeconómico: son poetas malditos aquellos que, mereciéndolo, apenas han publicado todavía, cuando deberían haberlo hecho sobradamente a estas alturas. Pero hay un criterio más que, si bien no es explícito, subyace bajo la denominación de maudit: la enfermedad. En su primer libro de 1866, Poemas saturninos, Verlaine relacionaba el genio poético con la antigua teoría de los cuatro humores corporales (bilis, bilis negra, flema y sangre) y su vinculación astronómica, según la cual aquellos hombres nacidos bajo el símbolo de Saturno propenden a la secreción de bilis negra, a la melancolía, y a la afectación malsana del bazo o el hígado. Resumiendo, que la alteración corporal está asociada a la maldición. He aquí un componente semántico (la enfermedad como maldición que viene de las estrellas, de lo aleatorio) inscrito en los orígenes del ‘malditismo literario’, y que tiene que ver con la necesidad más que con la actitud. La primera poesía de Los Pereiro, la que está escrita entre 1975 y 1978 (y publicada póstumamente por Espiral Maior en 1997) está escrita implícitamente bajo el influjo de algunas de estas ideas: Pereiro había leído tempranamente a los simbolistas franceses. Años más tarde, en su dietario epistolar Conversación ultramarina, el propio Lois aludía con cierta ironía a ese estado melancólico: “la tristeza que se me acumula en el hígado al ver que no llamas”.


         Sus primeros poemas, escritos tras su llegada a Madrid en 1975 para estudiar Sociología, vieron la luz en la revista Loia, un fanzine publicado junto a otros gallegos estacionados en Madrid, y se recopilaron póstumamente en 1997 en el volumen Poemas para unha Loia. En ellos, la enfermedad semantiza todo el conjunto de dos formas distintas: como atmósfera sentimental y como transfiguración del cuerpo poético. Lois Pereiro confesó a su novia, Piedad Cabo, apenas un año antes, que no escribiría jamás en castellano, que publicaría un solo libro y que moriría joven. En realidad, fue una frase un tanto absurda. ¿Por qué ese pálpito? Cuando Lois tiene diecisiete años, en 1975, apenas hace un lustro que han muerte héroes culturales como Hendrix, Morrison o Joplin, que no pasaron de la veintena; y no tardarían demasiado en seguir sus pasos otros púberes como Ian Curtis o Sid Vicious. Además de sus lecturas simbolistas, donde el artista coquetea continuamente con las postrimerías, Pereiro crece entre la contracultura del rock psicodélico y el punk. Grupos de la época, The Doors o Pink Floyd, recuperan la predilección simbolista por el límite cognoscitivo, y los paladines del punk convierten la destrucción en un santo y seña. La promesa simbolista de lo eterno, de la percepción definitiva, comporta cierta tortura corporal. Mientras que el simbolismo francés donde dice digo quiere decir Diego, el simbolismo contracultural  escribe muerte para poder decir vida. Treat and trick. No hay que tomárselo demasiado a pecho y, más que nada, se trata de un simple horizonte cultural, olor que llega desde la cocina. ¿Qué consecuencias tiene en el poema?  La ruptura de cierta geometría elemental: sustitución del poema como cuerpo armonizante y armonizado por una estética general de la fragmentación. La influencia del cine y el cómic como artes del fragmento ilusionado, la recuperación del collage por parte de las literaturas y el cine experimentales, la desestabilización de unidades sociales indivisibles como la lengua (Pereiro combina idiomas sin problema o viola la sintaxis como rey en la prima notte) o la familia (dardeada en ‘Hijos’ o como crítica a la figura paterna en ‘Donald Barthelme Donald Barthelme’) o el lenguaje del striptease como desguace corporal erótico en ‘Dyn-Amo y Steve Dwoskin’. Pero si la melancolía es necesaria para el mood decadentista, el solar y la ruina en Pereiro son herramientas empuñadas con vitalidad y convencimiento.

         En su segunda recopilación y primer libro publicado en 1992, Poemas 1981-1991, su poesía se estabiliza en cierto modo. Pereiro contrae la colza y todos los recursos de su poesía languidecen un poco, o por lo menos se reordenan en una misma dirección. De repente, sus versos quedan hipertrofiados de ecos culturales a la enfermedad. Se ha dicho que por entonces fue decisiva la influencia de toda una literatura zombi, la centroeuropea de Bernhard, Celan y Handke, donde los poetas, siguiendo el verso de Celan, “estábamos muertos  y podíamos respirar”. Es cierto que hay una mayor carga de imágenes expresionistas (es ejemplar ‘En Góo’), pero los poemas pierden el puño que esquirla y regresan a una narratividad más plácida, con un ritmo que bebe de los gerundios y la composición de T. S. Eliot. Permanecen ciertos juegos formales (‘En doce versos falsos’) o las alusiones al cine y la música contraculturales, pero semánticamente este segundo libro tal vez sea el menos interesante. Con Panero, Bernhard y todo el arsenal simbolista como figuras principales del santoral, Pereiro nos presenta un libro presidido por una oposición básica: la violencia del cuerpo retraído versus la violencia del cuerpo expansivo: “y duermo / en el desastre”, “pues la demolición / es el hierro que nos desarma”, etcétera.  Del otro lado, la “Carne de lujo” o “esa atmósfera ardiente y muscular”. De este modo, el libro queda demasiado impedido por la tiranía semántica de la enfermedad, pero respira lo suficiente como para sintetizarlo intensamente en un solo motivo estético. Nunca sabremos si Pereiro no pudo contenerse ante toda una tópica retenida en su erudición poética o si fue una formulación deliberada del exorcismo.  


         El último libro de Lois, Poesía última de amor y enfermedad, que ve la luz en 1995, es sorprendente y se lee bien en combinación con su dietario Conversación ultramarina. Pereiro acaba de contraer el sida, su salud ha empeorado y conoce cuál es su destino inmediato. Las circunstancias vitales del poeta son obscenas y la primera persona se impone. Lois habla de su estado y su expresión se vuelve clara, emocionada pero segura. Poesía última es sorprendente, decía, porque junto a las urgencias de la primera persona del singular el autor adopta una actitud analítica para consigo, distanciada. A las puertas de la muerte, Pereiro teoriza sobre sí mismo. A la manera de Dante en su Vida nueva, acompaña cada poema con comentarios que lo adelgazan: Lois no parece sentir la fuerza de la gravedad del enfermo, sobrevuela su destino. Él es sujeto, pero también objeto, y esa distancia es todo un triunfo, el triunfo de quien se conoce, superación de la necesidad para hacer con su vida lo que le place. Con toda la retranca en su haber, escribe: “Debe ser que estoy muerto / y esa sería la causa / de que ahora me vea desde arriba / a cuatro o cinco metros de distancia / de mi propia vida”. En su libro sobre la psicogénesis del chiste, hablaba Freud del humor como fuerza liberadora capaz de aplacar tendencias coercitivas como puede ser el miedo a la muerte. Pereiro va más allá, ironiza y homenajea al cine que tanto significó en su vida: 1950, la voz en off de William Holden, por encima de su cadáver flotante, en Sunset Boulevard. La voz de Lois Pereiro, su literatura, elevándose por encima de su cuerpo y diciéndole a la muerte: “¡¿Me escuchas?! ¡Fuck off!”. 

Publicado originalmente en la revista Quimera, 331 (http://www.revistaquimera.com/detalleRevista.php?idRevista=58)
         

         






     

miércoles, 26 de octubre de 2011

¿DÓNDE SE REÚNE ARTHUR CRAVAN? EN CHEZ JOURDAN


Arthur Cravan. Maintenant. El Olivo Azul. 2009. 


«Si quieres iremos en aeroplano  y volaremos / al país de los mil lagos, / Las noches allí son desmesuradamente largas / El ancestro prehistórico tendrá miedo de mi motor / Aterrizaré / Y construiré un hangar para mi avión con los huesos / fósiles de mamut».  Así rezan algunos de los versos  de Prosa del Transiberiano de 1913, obra de Frédéric Sauser Hall, aka Blaise Cendrars.

«El navío provocante de la Compañía Inglesa / Me vio tomar asiento a bordo terriblemente excitado, / Y muy feliz del confort del hermoso navío de turbinas / Así como de la instalación eléctrica, / Iluminando a chorros el trepidante camarote». Así suenan los versos de Silbato, el poema que inaugura el primer número de la revista Maintenant en 1912. Se los debemos a un tal Fabián Avenarius Lloyd, aka Arthur Cravan, mitad english garden mitad jardin français.

Estamos en 1912, París es la cocina de la primera hornada de vanguardias y Le Figaro un púlpito marinettista. Ese mismo año se publica el Manifiesto técnico de la literatura futurista, que arranca con palabras retadoras que refulgen con igual fuerza en Cravan o Cendrars: «En aeroplano, sentado en el depósito de la gasolina, calentado el vientre por la cabeza del aviador, sentí la inanidad ridícula de la vieja sintaxis heredada de Homero. […] Esto me dijo la hélice de la turbina, mientras iba disparado a doscientos metros sobre las poderosas chimeneas de Milán». Hexámetros aparte, la sintonía epocal es clara: la máquina como seducción, una ética erótica del metal. La excitación terrible por el hermoso navío que sintiera Cravan, el calorcito en el vientre de Marinetti, he aquí la inspiración para los apretones metalúrgicos del Crash de David Cronenberg. Pero seamos concretos: ¿por qué esa apología del cyborg?
               
          La atracción de Arthur Cravan por liarse el hatillo y tomar un barco en Le Havre para Nueva York, de ser un barco en Le Havre hacia Nueva York, está estrechamente ligada a su voluntad de vivir múltiples vidas.  La máquina («Con la industria, / en una audaz modernidad») es la asunción de una superación biológica, de la derrota del fatum del tiempo  y del esfuerzo empleados durante siglos para desplazarse o producir. El homo faber engrandece al hombre y ensancha sus destinos. Esa voluntad de superar lo dado, la condición más terrena –¡poder volar!–, implica una provocación ecológica, una desestabilización que reordena nuestras relaciones perceptivas y productivas con el mundo. Para ser un artista hay que ser, en el fondo, un provocador, reordenar lo que se daba. En 1912 había que amar las máquinas. Pues bien, los cinco números que publica Arthur Cravan de la revista Maintenant entre esa fecha y 1915, advenida ya la segunda oleada de vanguardias,  constituyen un verdadero breviario  sobre la provocación.

En poco más de sesenta páginas escritas enteramente por él, Cravan, que decíase pariente de Wilde, embalsama al célebre aforista y lo regresa de entre los muertos; ejecuta un socarrón ejercicio de mofa y befa  contra el mismísimo André Gide (vengando a su duelo inglés, pues Gide jamás favoreciera a Wilde en su juicio por homosexualidad; y vengando sin quererlo a otro con iguales preferencias, Proust, cuya Recherche rechazara Gide como lector de Gallimard); ridiculiza al ilustre sector de los Salons con un repaso exhaustivo a todas las facetas del cubismo  y sus aledaños; o se dedica a ensayar nuevas formas para el discurso publicitario («Dónde se reúnen los poetas?... Los chulos?... Los boxeadores?... Chez Jourdan»).

Antes de morir a los  treinta y uno en el Golfo de México, donde se ahogaría Hart Crane un tiempo después, Cravan todavía tuvo tiempo de emprender una carrera como boxeador o de emitir los primeros relinchos del caballito dadá. Tela. Como nos cuenta muy bien el prólogo de la edición, en su última conferencia Cravan descerrajó algunos tiros y se lió a mamporros con los artistas asistentes, sesión previa de las performaciones de Hugo Ball en el Cabaret Voltaire. Y si no lo creen, lean el poema anexionado al final del libro y fechado en 1917, un año antes del Manifiesto Dada, y luego dense una vuelta por el Hombre aproximativo de Tristan Tzara. Las conclusiones saltan a la vista.

En suma, un buen trabajo de arqueología editorial que acerca al lector en castellano  uno de los mayores héroes del vanguardismo internacional.


 Publicado originalmente en  http://www.barcelonareview.com/71/s_resen.html

lunes, 24 de octubre de 2011

ENTRE HENNDORF Y THALGAU: TRES POEMARIOS DE THOMAS BERNHARD

Thomas Bernhard. Así en la tierra como en el Infierno. Ave Virgilio. Los locos Los reclusos.
La Uña Rota, 2010. Traducción de Miguel Sáenz. 


Imaginemos un lector de Thomas Bernhard. Un lector que hubiera leído todo Bernhard. Imaginemos que este lector realmente es un gran fan de Thomas Bernhard. Que leyó a Bernhard en muy poco tiempo, casi nada. Supongamos que este lector se llama, por ponerle un nombre, Moisés. Entonces resulta que Moisés, el devorador, descubre un día que su dieta es carnívora, que no se ha zampado, en realidad, todo Bernhard, todavía le faltan unas pocas obras más para ser ese lector omnívoro de Thomas Bernhard. Imaginemos a Moisés en la librería, con la nueva edición de La Uña Rota dedicada a la poesía de Thomas Benrhard. Moisés lee BERNHARD en la cubierta y dice joder, un nuevo libro de Thomas Bernhard. Pero es un libro de POESÍA. Jo-der.

Tratemos de darle ánimos a nuestro querido Moisés, lector amigable y aleatorio, para que su admiración no decaiga.

La editorial segoviana La Uña Rota, la misma que rescató no hace demasiado un divertido inédito de Perec, vuelve a sacar bola otra vez y mete un pedazo de triple in his face a los imperativos de la edición: publica los inéditos Así en la tierra como en el infierno y Los locos Los reclusos (originalmente publicados en 1957 y en 1962) y reedita Ave Virgilio (un libro de 1960 que vio la luz española allá por los 80 y que ahora vuelve en traducción revisada). Escudan las tres composiciones una conferencia pronunciada por el propio Bernhard en 1954, con motivo del centenario de Rimbaud: Aquel hombre azotado por tempestades, y un texto muy breve de una autora habitual en La Uña Rota, Pilar Campos Gallego, sobre su experiencia como lectora del austríaco. Con esas tres publicaciones, la fulgurante trayectoria poética de Bernhard queda saldada —si tenemos en cuenta que ya DVD había editado conjuntamente sus dos libros de 1958: In hora mortis y Bajo el hierro de la luna— y abonado el terreno para la terrible prosa que vendrá después, a partir de los sesenta.

Esta idea, la del terreno de cultivo, es la perdiz mareada en el debate (oculto, por otra parte) sobre la importancia de la poesía bernhardiana en su obra posterior. ¿Poesía seminal o espalderas de calentamiento para la gelidez venidera? Ah, amigos. Me sumo con bastante comodidad a lo que dijo Miguel Sáenz, traductor, en el prólogo a la edición de DVD: «Thomas Bernhard no revoluciona la poesía al modo de un Celan o una Bachmann: utiliza, reorganizándolos, materiales que recibe.» En este sentido, la lectura de Así en la tierra como en el infierno y de la conferencia sobre Rimbaud son de gran ayuda para pensar en su poesía como reorganización de materiales.

En efecto, Bernhard recibe durante los años 40 y 50 una gran cantidad de influencias. La lectura de los salmos de In hora mortis ya había permitido al lector en español advertir la importancia, por lo menos retórica, de la religiosidad. Este motivo lo conecta directamente con Trakl, compatriota cuyos versos también vienen repletos de biblias y misales. De Trakl heredará también la atención por la inminencia de la muerte (no en vano aquél moriría a los 27) y el uso sabio de paisajes expresionistas. La publicación en 1988 de Ave Virgilio había dado cuenta ya —palabras del propio Bernhard— de intereses más modernos: Alberti, Guillén, Eliot, Pound, Valéry, Éluard o la impronta desazonadora de Vallejo. Por la lectura evidentísima de Trakl podíamos aventurar ciertos coqueteos con Rimbaud, a quien Trakl leyó muy joven, pero es gracias al texto de la conferencia que podemos leer a Bernhard con nuevos ojos: el autor conoce a la perfección la vida del francés y algunos de los fragmentos de su obra se reordenan de modo distinto así leídos, comenzando por esa apelación al infierno del título que recuerda la saison del francés y que, de otro modo, remitiríamos solamente al Padrenuestro. A todo esto hay que añadir la influencia, anotada por Saénz, de la poeta austríaca Christine Lavant: prematuramente enferma como él, que comenzó la publicación de su poesía apenas seis años antes y cuyos versos contienen una oscuridad y una imaginería rural que fácilmente se reconoce en Bernhard.

Hasta aquí Moisés, los materiales de aluvión. Pero no es este el motivo para leer este libro. Hay una rebeldía de fondo que deja atrás sus referentes y nos brinda un primer asomo de genialidad. Nuevamente con Saénz: «la poesía de Bernhard, destaca por su inspiración profundamente enraizada en la vida». En Así en la tierra como en el infierno adivinamos la patita del simbolismo, la patita del expresionismo, la patita de la locura romántica que prefiguran los astros, y un largo etcétera, pero impera la focalización en lo cotidiano, en el campo, en los arbustos, en la leche, en las vacas, en la manteca y el tocino, en los cubos que sacan agua del pozo. A Bernhard no le duele Saturno ni el lector se cansa con evocaciones simbólicas —por mucho que diga aquello de Detrás de los árboles hay otro mundo—, no; su dolor está en la tierra, en los zapatos, en los delantales, en los campesinos. Dolor por lo que debería ser querencia pero es dolor, y que tan bien explica la parte final del poemario: Retorno a un amor. El dolor genuino por el árbol desmochado, el dolor siempre tan comprensible de la pérdida, la atracción repulsiva de la Austria sometida por la Anschluss, por lo que tendría que haber sido pero no fue. «Entre Henndorf y Thalgau, / Seekirchen y Köstendorf,» en la tierra de sus padres.

Moisés, después de esto llegará el aprendizaje. El alejamiento.

Publicado originalmente en Revista de Letras: http://www.revistadeletras.net/entre-henndorf-y-thalgau-tres-poemarios-de-thomas-bernhard/