Punisher MAX: Kingpin. Guión de Jason Aaron, dibujo de Steve Dillon, color de Matt Hollingsworth. Panini. 2011.
Se cumple poco más de una década (corría el 2000 en los USA) desde que
Garth Ennis rescatara la serie de Punisher
de una existencia anodina y caramelizada, para explosionarlo mediante dosis de
violencia hiperbólica y humor negro. La llegada de Jason Aaron (Alabama, 1973)
como guionista (el pasado 2010, y que ahora llega a España con Panini, si bien
en USA lleva ya 17 números por el momento) y su primera publicación para la
serie, Punisher MAX: Kingpin, nos
demuestra que los enérgicos parámetros instaurados por Ennis se mantienen.
Solamente hay que ver quién acompaña a Aaron a los lápices: ni más ni menos que
Steve Dillon, escudero de Ennis en sus mayores aventuras (Predicador,
Hellblazer…).
La historia que nos plantea Aaron significa varias cosas: por un lado,
recuperar para la serie Punisher MAX
a uno de los villanos más entrañables del paisaje Marvel, con quien el
personaje ya había tenido célebres enfrentamientos a finales de los 80; y por
otro, dar un paso más allá de Ennis en la construcción de los argumentos, sin
por ello dejar de rendir homenaje al guionista norirlandés a modo de rito de paso.
Punisher MAX: Kingpin reescribe la historia de Wilson Fisk, alias
Kingpin, rey absoluto del crimen, entrecruzando la ascensión de Fisk al trono
criminal con la aparición de Frank Castle, el veterano de guerra convertido en
Punisher tras la muerte de su esposa e hijos a manos de la mafia. Aaron le toma
muy bien el pulso al Castle de Ennis ya desde las primeras páginas, donde la
crueldad del antihéroe queda fuera de toda duda y explicación, o en las muertes
de los sicarios y mafiosos de medio pelo, que
constituyen todo un catálogo de muertes y lesiones alocadas desde que el
Punisher de Ennis se cargara a los hijos de Ma Gnucci en su primer contacto con
el personaje. Lo que constituye, a mi juicio, el homenaje mayor a esa etapa
desbocada es la pelea que inventa Aaron entre Castle y una especie de sicario
amish, con participación de un carruaje de caballos y festival de vísceras, y
cuyo enfrentamiento final recuerda mucho a la primera pelea de Castle con El
Ruso.
La principal novedad que supone esta nueva etapa (el volumen de Panini
recopila Punisher MAX: Kingpin 1-5#)
es el abandono de los arcos argumentales marcadamente lúdicos para reflexionar,
por lo menos esta vez, acerca de la construcción del mito. Si bien Ennis ya
había incursionado en ese terreno en Punisher
MAX: Born, el tratamiento de Ennis puede entenderse más bien como reflexión
sobre la psicología del mal en Frank Castle. De lo contrario, Aaron parece interesarse
por la naturaleza constructiva de cierta idea de superhéroe. En ese sentido la
lucha Kingpin-Punisher se produciría en dos niveles: el de la historia,
obediencia a cierta tradición del enfrentamiento entre héroe-villano, y como
disquisición paralela acerca de cómo están construidos ambos modelos, la pelea
viñeta a viñeta por construir una identidad imperecedera.
Revisitar viejas historias y versionar sus cimientos es inevitable si
tenemos en cuenta que la casa de las
ideas lleva más de medio siglo narrando las aventuras de los mismos
personajes. Pero una cosa es reformar el baño (la avalancha Ultimate o un caso concreto como Lobezno: Origen) y otra muy distinta
cuestionar dónde hay que ubicar el bidé y si todavía es necesario. Aquí el bidé
son Kingpin y Punisher y su historia una meditación violenta sobre las
propiedades del gres y los metales cromados. La trama de Aaron es la siguiente:
en el mundo criminal, Kingpin es una leyenda o por lo menos una figura
espectral. Se dice que lo controla todo, desde las finanzas hasta los
trapicheos de los bajos fondos. Todos hablan de él, pero nadie lo ha visto.
Ante esta situación, Wilson Fisk, un matón de medio pelo que tiene una masa
muscular que acoquina y un pasado traumático que no se queda atrás, decide ocupar
ese vacío mítico y convertirse en Kingpin. A la etiqueta que dice 15.000 gramos de carne sin picar, Wilson Fisk decide ponerle
bulto y color. Y esa estrategia intradiegética nos lleva a una interesante
reflexión sobre la naturaleza del superhéroe como resorte narrativo, como pin
intercambiable generación tras generación, que funciona en la mente de autores
y lectores década tras década, y que esta vez es llevado hasta el interior de
la viñeta.
Aaron decide meter al anónimo Wilson Fisk en la piel de Kingpin porque ese
es el movimiento del mito, un lugar común reconocible en el que todos podemos
concretarnos, un aspirador de última generación que no hace ruido y reclama
periódicas absorciones. Y que Fisk sea algo así como un pringado no es baladí.
El interior de la naturaleza mítica es una construcción porque el mito como
referente asombroso es una entelequia que no se sostiene por sí misma. Kingpin
o Punisher no tienen ningún poder, no tienen la fuerza del Juggernaut ni la
agilidad chistosa de Peter Parker, que resultan valores superheroicos en sí
mismos. Punisher es el humano demasiado humano que concibe lo magnífico y lo
construye: la narrativa interior de Castle (esas voces monologales que
acompañan la descarga de munición y que comentan la acción en tiempo real)
expresa esa naturaleza autoconstructiva, así como el uso de poderes que o bien
no tienen nada del otro mundo (Castle es puro músculo entrenado en el ejército
y una suerte que te cagas para que la Marvel pueda seguir publicando un próximo
episodio) o son pura razón instrumental (de la Uzi al lanzallamas). El Kingpin
de Aaron se inscribe en esa liga de los pringuis que quieren ser como Supermán
por sus cojones, como el personaje de Millar en Kick Ass. Kingpin como villano hecho a sí mismo, como humanidad que
se proyecta en las estrellas que ha fabricado el cine. El Kingpin de Aaron es
Javier Cámara ante el espejo jugando a ser Travis Bickle en Taxi Driver. Kingpin jugando a ser
Kingpin y de repente consiguiéndolo a fuerza de astucia y bíceps, porque no
existe la telekinesia, ni la picadura de la araña ni los implantes de
adamantio, solo el curro y el trabajo y el oficio del ladrillo. Eso es el mito.
Y mola.
Veamos dos ejemplos de esto en el cómic. Uno a través del uso de una viñeta
y otro mediante la composición de la página. Hacia el final del primer número
del volumen, vemos una viñeta en donde aparece Fisk de espaldas, mirando por la
ventana mientras habla por teléfono y recibe órdenes. Esta escena aparentemente
es transitiva, banal, pero no. Es indicativo que al volver la página nos demos
de bruces con una ilustración a toda página con la cara de Fisk, y con el
título del segundo episodio: Kingpin. Fisk de espaldas, Kingpin frontalmente.
Ese giro es un movimiento significativo y por ello está situado a caballo entre
dos episodios, como evolución estructural. Lo interesante de esa viñeta es el
diálogo que establece con el lector a través de una iconografía predispuesta:
una de las imágenes típica del rey del crimen es la envergadura de su cuerpo en traje blanco
y con bastón rematado en diamante, en lo alto de la torre Fisk (desde donde
preside su imperio económico), fija la mirada en la ciudad que se despliega a
sus pies, a través de las paredes acristaladas. Esa estampa que el lector
maneja entra en tensión inmediatamente con la viñeta de Aaron/Dillon. Fisk en
vez de Kingpin, camiseta negra en vez del traje de etiqueta, ventana
convencional con cortina en lugar del cristal lavada una vez por semana en el
piso 44. La visión del skyline neoyorkino es clara: la mirada de Fisk queda por
debajo de los edificios, el paisaje actua de modo metonímico para referirse
a un poder en ciernes. Una viñeta decisiva que funciona narrativamente en la
historia a la vez que cuestiona la representación tradicional de Kingpin. Ahora resulta que el poder no se da ni se recibe,
se alcanza. Es interesante ver,
también, cómo Dillon juega con el volumen del cuerpo de Fisk, donde su espalda
o su cabeza generalmente ocupan todo el espacio concedido por el marco. Se
trata de un recurso heredado por décadas de figuración del personaje, pero que
en este nuevo contexto posmítico nos habla de la ocupación del poder, que toda
toma de poder tiene poco de sagrado y mucho de violencia posteriormente sublimada.
El segundo ejemplo es interesante por el uso que Dillon hace de la
composición simétrica para reforzar la oposición (y a la vez el paralelismo)
entre Castle y Fisk como variantes de un mismo modelo de construcción mítica. Se trata de una página
del segundo número, dividida en 6 viñetas en las que vemos cómo ambos
personajes tratan, sucesivamente, con un grupo de prostitutas. Tanto Fisk como
Castle las sobornan para poder difundir u obtener información. Así, la versión de
los hechos míticos se reduce a un mero negocio de poder a cambio de discurso. El poder
de Punisher y el de Kingpin proviene, como decía, de la elaboración estratégica,
de la suma continua e inteligente de viñetas que lleva finalmente al dibujo impactante de la
portada, lugar mítico por posición.