A finales del XIX, el novelista estadounidense
John William DeForest plantea en su ensayo The
Nation la posibilidad de una Great
American Novel, una narración que daría cuenta de las “formas y emociones
cotidianas de la existencia Americana”. En invierno del 2000, The Paris Review publica una entrevista
larga con el novelista Peter Matthiessen (Nueva York, 1927): “Quizá todos
estemos escribiendo la Gran Novela Americana, cada uno a su manera”. Esta aseveración
de Matthiessen probablemente sea una gran respuesta: con rigor, el proyecto
americano es absurdo si tenemos en cuenta que las formas de existencia
americana son cambiantes, como todo. Por eso, quizá lo más parecido a la
captura del alma americana sea su literatura al completo y en marcha. También
podemos pensar que la Gran Novela Americana es sólo una promesa para mantener
vivo el deseo comercial, la hamburguesa de la cadena White Castle que Harold y
Kumar ven anunciada en el televisor de su casa una tarde de colocón en Dos colgaos muy fumaos (2004). Para DeForest,
este proyecto narrativo sería posible pronto, y pertenecería a los “Newcomes”,
a los “Miserables”, a los (re)fundadores. En su película, Harold y Kumar, un
hindú y un coreano, emprenden un viaje repleto de peripecias hasta Brunswick,
Nueva Jersey, para comer una hamburguesa en el restaurante de comida rápida más
antiguo de América. Quizá esa promesa −acometible o no, se cumpla o no− es
parte del imaginario colectivo americano; la persecución de una idea, de un
deseo o de una imposibilidad. Una buena
expresión de esta persecución sería la narrativa mítica, por su buena disposición
para lo sublime. Como en Moby Dick,
la hamburguesa del White Castle es una promesa que se manifiesta al final.
Porque lo que construye Moby Dick (la
obra y la figuración animal) es todo lo que se dice sobre la propia ballena, lo
que sucede durante su búsqueda, los sueños que concentra o los temores que
invoca. El mito, ya sea una ballena blanca o una hamburguesa barata, es la
construcción que suplanta al suceso mondo y lirondo. Si es que existe el
suceso. El mito somos nosotros contando el mundo. La cosa y sus ficciones. A
todo esto, se ha publicado en España este último año País de sombras. Como ya se ha dicho en otras reseñas, el último
libro de Peter Matthiessen es una relectura del mito del hombre americano
seminal, el pionero, el que descubre y
destruye en un mismo movimiento. Peter Matthiessen ha escrito, si es que
escribir es exactamente la palabra, la
historia de Edgar J. Watson (1855-19110), “pionero de Florida y forajido de la
frontera americana que cometió múltiples asesinatos y murió a manos de sus
vecinos en un crimen que obsesionó a su hijo”, una historia sobre cómo se
construyen las historias. Cómo se recitan. País
de sombras comienza con un estribillo endemoniado que cuenta los sucesos
del 24 de octubre de 1910, la fecha del asesinato de Watson. La narración
objetiva o desenfocada de los hechos nucleares se cuenta en seguida, en una
zona desértica o paratextual, el prólogo. Matthiessen entrega la intriga al lector a las primeras de cambio para
trasladarlo inmediatamente al terreno de lo puramente diegético. No es cuestión
de narrar nada en sí, sino la historia de una reelaboración, el proceso de
conversión de una vida real a palabras y más palabras, hasta la fantasmagoría.
¿Qué sucedió? ¿Cómo murió? ¿Quién contó bien su historia? Partícipes del
recital, sólo podemos remitirnos al texto de la contraportada y parafrasear ese
motivo primero: la hamburguesa, la ballena, que Edgar J. Watson fue un pionero
de Florida, forajido, asesino, muerto a manos de sus vecinos. Esta enunciación,
la única posible y supuestamente la más real (no cuestiona ni matiza nada) ya es
casi mítica, fosilizada, piedra sinóptica.
No es el propio tema, qué sea, sino su
aventura quien lo definirá. Esto en País
de sombras supone ciertas formas de escritura y de lectura: una extensión (País de sombras supera las mil páginas,
sin contar el manuscrito…), una unidad indivisible y en tensión, y la paciencia
para esperar el texto y entrar en él.
“Mi interés no está puesto en el final del libro sino en el sentimiento
de ese final, en la destilación de todas las imaginaciones e intuiciones que lo
preceden”. Apelando a la obra de Melville, dirá también: “Todos hemos escuchado
quejas sobre Moby Dick, toda esa
información ‘aburrida e innecesaria’ sobre las ballenas. Pero sin embarcarnos
en todo ese duro viaje, con todos sus detalles −el alquitranado olor de las
cuerdas de cáñamo, la herrumbre de los arpones, el crujido de los mástiles y el
sacudir de las velas, el viento del océano; cada momento en el que la
tripulación recuerda los peligros del mar, en el que aprieta el temor acumulado
por la ballena−, sin conocer eso, ¿en qué disposición estaríamos para reunirnos
con los tripulantes en los pasajes finales del libro?” La relectura de Matthiessen
no solamente atañe a cuestiones de perspectiva narrativa o veracidad
argumental, sino que es una lección de las virtudes del realismo en la
construcción de lo atmosférico, o del
manejo del ritmo para propiciar un tiempo interno (el que ha de sentir el lector,
no el del reloj externo) que “prepare al lector, educándolo sin cesar para lo
que está por venir”.Por ello me parece un tanto absurda la polémica mediática
que se generó con la nominación (y posterior concesión) del National Book Award
de 2008 (The New York Times, 12-11-2008: Are
3 Novels, Revised as One, a New Book?), sobre si se trataba de una
recopilación de tres obras o de otra
cosa nueva. Si bien es cierto que País de
sombras ya se había publicado en tres volúmenes a lo largo de los 90, el
propio autor asegura que su historia siempre fue una historia unitaria, con
décadas de existencia en la mente de su creador, fragmentada finalmente en tres
libros por cuestiones editoriales. La repatriación de sus contenidos al monovolumen
permite la recuperación de los efectos genuinos de la obra, absolutamente
premiables.
Porque País de sombras, salvo por la ramificación de algunos pasajes en
la segunda parte, es mayúsculo en todos los sentidos: por su capacidad de
convocar un mundo poderosamente “real” (ese sentido de lo real que tienen las
buenas novelas, que logra que todo suene inevitable) cosido a mano con una
prosa súper precisa, rayana en lo poético, sin que por ello nos moleste
ampulosidad alguna; porque sin someterse a exigencias simbólicas que menoscaben
el relato, por lo bajini, construye toda una alegoría nacional; y porque es
toda un reflexión sobre la conversión de la realidad en lenguaje mítico. Los
modelos narrativos de la entrevista collage (parte uno: País de sombras) se
mezclan con la investigación detectivesca y filosófica (parte dos: Río Lost
Man), la confesión autobiográfica (parte tres: Hueso a hueso) o el mismo
ejercicio de la omnisciencia que supone la novelización de las tres partes; y propician,
todas a la vez, la destrucción y la supervivencia de la historia.
El individualismo rabioso del hombre
americano, de quien se hace a sí mismo, expresado en la figura de Edgar J.
Watson, es el de la expulsión del paraíso, el de la libertad peligrosa y bella,
que no tiene límites. La vida norteamericana como un salir afuera (de lo
social) y encontrarse bajo la inmensidad del horizonte, libre y desamparado. La
vida de Edgar J. Watson como desajuste de escala entre el hombre y sus deseos
expansivos. Ahí Matthiessen sigue la tradición neosublime de las figuras y
paisajes fílmicos de Terrence Malick (con quien comparte estética ecológica) o
del elogio de lo catastrófico de Walter de Maria. El movimiento del mito: la
salida del lenguaje al afuera, a la narración, que pone en peligro la verdad
narrativa para introducirla en el círculo vicioso/virtuoso de la recreación.
Cuando Edgar J. Watson ponga el primer pie fuera de Carolina del Sur estará
dando lugar a su historia, pero la narración de esa misma historia la destruirá
por completo en el momento en el que los hechos se pongan en comunicación,
arrasados por la extensión desproporcionada del paisaje, aniquilados por el
sinfín de voces que contarán su vida para forjar la leyenda.
La escena liminar del libro, la muerte
de Edgar J. Watson, principio y final del mito, parece recomponer la estampa
romántica típica: precipitándose hacia su propio final en la bahía de
Chokoloskee, contemplamos una diminuta figura erguida sobre una lancha,
envuelta por las asíntotas del mar del cielo y de las malas lenguas, que se han
unido apenas unas horas antes en el terrible huracán que arrasará toda la costa
de los Everglades. Pasada la
tormenta, sólo quedará canción.
Artículo publicado originalmente en Revista de Letras: http://www.revistadeletras.net/pais-de-sombras-de-peter-matthiessen/
Artículo publicado originalmente en Revista de Letras: http://www.revistadeletras.net/pais-de-sombras-de-peter-matthiessen/
No hay comentarios:
Publicar un comentario