Varios Autores, Perfopoesía. Sobre la poesía escénica y sus redes
El Cangrejo pistolero, 2012, Sevilla, 120 pág.
La publicación el pasado 2012 del volumen Perfopoesía.
Sobre la poesía escénica y sus redes significó la incursión de Cangrejo Pistolero, la editorial encabezada por Nuria Mezquita y Antonio García Villarán,
en el campo del ensayo; tras más de media década de vida y un catálogo que ora
atiende a los autores locales (los poemarios de Laura Rosal o de Javier Gato,
por ejemplo) ora lo hace con los clásicos (el caso de Lovecraft o la próxima
traducción de Una temporada en el
infierno). Si tenemos en cuenta la conexión de ambos editores con el
panorama perfopoético (organizando
las sevillanas Noches del Cangrejo o dirigiendo el Festival de Perfopoesía de
la misma ciudad andaluza), entonces es bastante coherente que hayan decidido
dar el pistoletazo de salida a la colección abordando ese mismo asunto, como
una evolución lógica de sus actividades (del hecho al dicho).
Sin duda, este es un libro interesante. Nadie puede
negar que la perfopoesía es un
fenómeno existente; ya sea como soplo de aire fresco en el rostro de la poesía
(como reclaman los nueve autores del libro) o como edificio adjunto a la
versificación. El propio García Villarán, en el ensayo introductorio, se
encarga de demostrar que el fenómeno tiene una historia mínima, una escena y
una nómina más o menos reconocible de perfopoetas.
Pero también encontramos una aceptación parecida en libros relativos al
circuito poético tradicional: Rodríguez-Gaona, un poeta que en su momento
estuvo vinculado a la Residencia de Estudiantes de Madrid, en su libro Mejorando lo presente. Poesía española
última: posmodernidad, humanismo y redes incluye en sus presupuestos
generales de la lengua poética una partida para enunciar los “poetas
performativos”, que comparten el mismo rango que los “neosociales” o los
“neoesenciales”. También recientemente Raúl Díaz Rosales, en un artículo a propósito de la poesía española joven en Quaderni Ibero Americani, hablaba de
oxigenación del panorama poético, no solo en cuanto a temas se refiere, sino en
cierta concepción multidisciplinar del poema. Esto acerca el ascua un poco más
si cabe a la sardina perfopoética. Pero
con ello quiero decir, básicamente, una cosa: que la reflexión sobre el tema no
es desdeñable, sino necesaria.
Considerando el libro, obviamente hay un esfuerzo
común implícito por alentar lo perfopoético, ciertos mínimos en los que los autores
coinciden, pero afortunadamente el abordaje es diverso (comparativo en Eduardo
Chivite, arqueológico en Javier Gato o sociológico en Nacho Montoto, etcétera)
y se producen las divergencias necesarias para no hablar de publicación
programática (aunque no podamos hablar de debate en lo mayúsculo). Si uno
quiere saber cuáles son las ideas de este sector del panorama poético,
indudablemente, esta publicación es una buena pista.
Sin embargo, personalmente, hay algunas ideas
generales que atraviesan el libro con las que no estoy de acuerdo.
Tomemos, para comenzar, la definición que en el
ensayo introductorio ofrece Antonio García Villarán del término perfopoesía:
“escenificación del poema escrito, […] llevarla [a la poesía] fuera del papel o
la pantalla usando los medios que se estimen más oportunos para ello”.
La definición, sencilla y acertada, me parece que es
también compartida por el resto de los autores. Sin embargo, unas pocas páginas
después, Villarán explica que cuando el poeta lleva los poemas al escenario “les
da vida”. Más adelante, Gracia Iglesias Lodares habla en su ensayo del “olor a
papel amarillento, a polvo y naftalina que evoca la tradición poética más
conservadora”, o Javier Berger invoca la “buhardilla”, el “cigarrillo” y las “coderas”
para referirse al acto poético clásico y continúa con la idea de una poesía “naftalínica”
y “vetusta”. Por último, en el artículo que termina el volumen, Nuria Mezquita habla de “libertad para el poeta y aire
fresco para el espectador”. Según vemos, la imagen que se nos presenta de la
poesía “negro sobre blanco”, recitada tal cual, sin aditivos, es algo
peyorativa: menos vívida, menos fresca, menos libre y algo rancia. Es aquí
donde empiezan mis desavenencias y donde, según mi opinión, podría tener lugar
un interesante debate.
Efectivamente, el clásico recital de poesía en el
que el autor se limita a leer su texto puede resultar soporífero. Pero, ¿a qué
se debe esto? ¿Es este un problema de la poesía? Yo creo que no. Como muy bien
indica Gracia Iglesias, que ante todo se considera “escritora en un sentido
clásico”, recitar un poema, sin más ni menos, “destruye el concepto [del poema
en sí mismo], porque no ofrece el tiempo
de lectura y asimilación que la poesía necesita, y al mismo tiempo roba al
público la capacidad de proyectarse en el texto e intervenir en la creación del
significado”. El problema de recitar poesía sin andamios no es un problema de
obsolescencia, sino de género puro y duro: si entendemos la poesía (y por lo
menos así la entiendo yo) como un acto de creación lingüística cuyo foco de
atención reposa exactamente sobre el propio lenguaje (hacia él y desde él),
entonces la lectura del poema simplemente lo impide. La percepción del poema
por parte del lector (y su construcción en ese acto de percibirlo), como hemos
leído, no es posible: al lector no solo le falta el tiempo de la percepción, donde
los elementos cobran su función poética (por sí mismos y en su interrelación),
sino que directamente carece de la dimensión visual del signo. Podemos, por
ejemplo, en una lectura, escuchar un par de versos cuya estructura tenga la
forma cruzada del quiasmo, pero sin su lectura no veremos jamás la dimensión
gráfica de la figura: el goce estético y su significación quedan recortados, el
poema se desmantela como unidad.
Quizá la poesía, en sí misma, sencillamente no está
hecha para su representación sin riesgo de perder su identidad poética. Frente
a este problema tenemos una solución: la perfopoesía. Pero estamos, por lo
tanto, ante un fenómeno distinto, específico, que nace con la condición
escénica. Si de alguna forma debe reivindicarse la perfopoesía es destacando
sus propias características, su particular manera de operar estéticamente (en
esta línea es muy interesante el texto de Óscar Martín Centeno, ‘Poética
multimedia’), pero no midiéndola a la poesía escrita, ni achacando al verso en
papel una supuesta vejez. Emplazar el verso escrito en el terreno escénico
implica una previa desventaja si luego tratamos de suponerle ciertos valores,
como quien saca un pez del agua y lo acusa por desfallecer. La poesía que es
realmente vetusta, neftalínica y amarillenta lo es tanto en el proscenio como
en el papel.
Mi segunda desavenencia tiene que ver con el
concepto de performance, y está
vinculado a lo anterior. Ciertamente tiene todo el sentido denominar
performativo al acto artístico de llevar a escena la poesía impresa, pero a
veces el libro deja adivinar la idea de que la poesía por sí sola carece de
acción performativa. Y esto, en mi opinión nuevamente, no es así. La
performatividad no es una propiedad privativa del cuerpo o el sonido: el
lenguaje tiene sus formas de actuación, perfectamente performativas.
Tímidamente lo avanzó Austin en su libro How
to do things with words y más tarde consolidó esta idea Searle en Speech Acts. Hoy en día me parece
imposible pensar en el funcionamiento de las figuras retóricas, en el acto intelectual
y empático de la lectura o en el efecto semántico de una imagen poética si no
es desde el punto de vista de la acción lingüística. La acentuación, la rima,
la disposición sintáctica, entre muchos otros elementos, actúan en el poema escrito y provocan
la descarga estética. Hay una performatividad en el lenguaje, y lo que hace la
perfopoesía es introducir una dimensión distinta de lo performativo, más visible,
más sonora si se quiere, pero ni mayor ni menor en términos de acción pura.
En tercer lugar y para terminar, en varias
ocasiones se habla del origen de la poesía y se apela a los aedas o a los
juglares (el texto de Javier Gato es un rastreo ejemplar), a una dimensión
activa, musical, dramática, que está en el principio de la lírica. Pero no creo
que debamos confundir origen cronológico con esencia. Como explica Roberto Calasso
en La ruina de Kasch, la tradición no
sirve para reivindicar el origen, sino para ocultar su ausencia. Para bien o para mal, lo que hoy en día llamamos
poesía se consolidó en un modelo impreso. Eso no significa que este modelo vaya
a perdurar para siempre, ni que sea más legítimo. Pero la aparición (o
reaparición) de nuevas prácticas poéticas no tiene porque eclipsar una
definición de género que parecía más o
menos estable, que ocupaba un lugar. No creo que sea necesaria ninguna carrera tácita
por la pureza de sangre. Tal y como están las cosas, hablemos de perfopoesía,
sin más, como un pilar artístico nuevo. Y bienvenida sea.