viernes, 18 de enero de 2013

AGUA QUE NO HAS DE BEBER



El niño que bebió agua de brújula, Julio Mas Alcaraz
Calambur, Madrid, 2011, 219 págs.



Desde su aparición a finales de 2011 en la colección de poesía de Calambur, el segundo poemario de Julio Mas Alcaraz (Madrid, 1970) ­el primero fue Cría del ser humano— se ha convertido, quizá, en el libro mejor saludado por la crítica durante 2012. La demora para escribir estas líneas ha sido, por lo menos, positiva para tomar nota de una recepción particular. Para empezar, causan sorpresa los nombres que Mas convoca en los agradecimientos: Gamoneda, Doce, Mestre, Ada Salas o Ana Gorría. Esto, claro está, no es poéticamente relevante; pero que un autor joven y hasta ahora poco conocido como poeta obtenga el explícito beneplácito de un grande como Gamoneda (véase el frontispicio con que abre el libro el asturiano)  es, como poco, para rascarse la curiosidad. A estos nombres cabe añadir el consenso de las reseñas en blogs y suplementos, e incluso del colectivo online de contracrítica Adison de Witt, que lo eligió mejor libro de 2011.


Otra de las cosas que sorprende de El niño que bebió agua de brújula es su extensión: doscientas páginas. Sorprende porque no suele ser habitual, hoy por lo menos, encontrar en la poesía joven un libro que supere las noventa. Pero sobre todo sorprende porque, precisamente, este es un libro del que se ha destacado, más bien, su vocación intensiva: un libro construido hacia dentro (parafraseo) que establece una relación particular con las cosas, a la inversa de la relación in extensio que se produce normalmente con el lenguaje. La escritura de Mas Alcaraz, entonces, abriría una grieta, un mundo infrareferencial, por donde se colaría el lector arrastrado por la palabra del poeta madrileño, espectador de un tiempo distinto. Pero en mi opinión esto no es así. O, si acaso, no de este modo exactamente. Alcaraz, como toda su generación (de Pardo a Canteli), escribe a sabiendas de que la relación entre mundo y lenguaje es inestable. No quiero decir con esto que nuestro autor pertenezca a ese tipo de poesía que aborda la problemática del lenguaje (en este sentido, me parece que Mas Alcaraz hace alusión pero en seguida suelta ese “lastre” para proponer un recorrido más, digamos, placentero, menos teórico). Ubicación y pérdida,  memoria y amnesia, fragmento y continuidad, me parecen materiales de un mismo mundo poético asumido con tranquilidad, sin aspaviento. Decir decir poéticamente­ conlleva peligros, implica un acto de lenguaje intensivo, inscribir lo que se dice en otro sitio, en otro mundo. No hay nada ni antes ni después de la metáfora, porque un verso siempre es paralelo a nuestra experiencia. El viaje hacia dentro, me parece a mí cuanto menos, es un presupuesto del acto poético. ¿A qué se refiere Mas Alcaraz, entonces, cuando pone la atención sobre esa agua de brújula administrada como un aprendizaje forzoso que el poema niega? Esa agua que no se ha de beber, ubicativa, garante del orden, que direcciona el mundo de forma unívoca, no se enfrenta tanto a una idea cosmogónica de la escritura (el poeta como creador de un mundo con sus propias reglas, con imanes dispares), porque esto, decía, se le presupone a día de hoy al poeta en su ejercicio, independientemente de si el asunto sale a flote tematizado; más bien propone una investigación telúrica. Diría que el niño de Mas Alcaraz no pretende una desubicación por vía poética, un au-delà, sino la recuperación de una simpatía profunda con el mundo, con la realidad. El mundo, el dolor del mundo concretamente, brújula en mano, es incomprensible. No se trata de abandonarlo y abonar otro terreno de edificación, sino de hincar la rodilla en el suelo, pegar el oído y auscultar, oír cómo la realidad respira. La propuesta de Mas Alcaraz puede que tenga más que ver con la comprensión que con la creación autárquica. Y para ello nos depara un viaje. Un viaje que exige abandonar la brújula para beber de otro agua, un viaje del que partimos arrodillados.


Las formas de este viaje son las de la intensión poética. En ese sentido, Mas Alcaraz prefiere que comprendamos el mundo intuyéndolo, y nos expulsa poco a poco de la comprensión, para tomarle cada vez más el pulso. Aquí está, según creo, una de las cosas que hacen más interesante este poemario: recorrer una distancia extensiva, desde la intensión propia del hecho poético. En este sentido, este es un libro realmente duro, doloroso, exigente, que nos obliga a avanzar de un modo que parece proscribir la idea misma de desplazamiento. Pero esa es su gracia, desplazarse así. Pero desplazarse, doscientas páginas, con la seguridad de que no perdemos cierta creencia moderna en el sentido, porque nos dirigimos a alguna parte, sin duda. Esta idea de desarrollo que tiene el libro rompe, a mi gusto, cierta idea poética contemporánea que piensa la creación en el vacío, como un fogonazo en la imaginación (el poema como artefacto estético breve que ya está en Poe y sus principios compositivos), y que se presta a una escritura breve pero esforzada. El niño que bebió agua de brújula camina entre dos aguas, la incursión y la andadura, y lo atraviesa el cansancio: leemos el libro en una mal postura, sin saber bien bien qué conducta adoptar como lectores, si perseguir el sentido emergente, saltando de roca en roca, o dejarnos hundir de un modo definitivo. Un modo pendular, como han llamado a esto algunos en la última década.


Una de las cosas que resultan más extrañas en la recepción de este libro es que nadie ha apostado por la descripción argumental. ¿Qué sucede exactamente en los versos de Alcaraz? ¿Nos cuenta algo concreto? Por lo que yo sé, la crítica ha maniobrado de forma concéntrica.


Como bien ha apuntado Raúl Quinto en su crítica en la revista Quimera del mes de mayo, en Mas Alcaraz hay algo hay bastante de la mística. Esto no es descabellado si a la tradición mística castellana le sumamos la norteamericana (según Jeannette Clariond en su prólogo a La escuela de Wallace Stevens, la poesía estadounidense habría recibido una honda influencia de la española) y tenemos en cuenta que nuestro autor es traductor del inglés y conoce bien la poesía de ultramar. Mística entonces, digo; este poemario puede leerse como una vía mística, un ejercicio espiritual para comprender mejor el mundo. Los distintos tiempos (Tiempo 4, primero, y luego el Tiempo 1, Tiempo 2… hasta el Tiempo 8) no son tanto una reconfiguración poética del mundo, una percepción fragmentaria y no lineal donde el sujeto es la medida,  sino una escalera (en la tradición del neoplatonismo o de la cábala), las distintas etapas de una vía interior a las que el autor denomina “tiempos”. Veamos ahora, para terminar, si podemos intentar una interpretación algo más clara —y desdeñable, por ser un mero acercamiento prosaico— del asunto del libro.


El niño que bebió agua de brújula, me atrevería a decir, parte de un hecho muy concreto: la muerte de un ser amado. Inicialmente me pareció que podíamos pensar en la muerte de la madre, pero tengo mis dudas: en cualquier caso una persona amada perteneciente a la intimidad del yo poético.  Aunque los poemas funcionen como acumulación de escenas o paisajes mínimos que se abren para cerrarse sobre sí mismos al cabo, la escritura contiene una claridad significativa. Estas escenas tienen una complejidad añadida (confesada a su vez por Alcaraz): hay una variación de puntos de vista que moldea el poema y, como pago, lo intrinca. El ‘Tiempo 4’ que inaugura el libro pone un cuerpo enfermo sobre la escena de forma explícita. El cuerpo de la enfermedad es el punto de partida decisivo, porque es la mínima marca de la ausencia, o al revés, la última señal de la presencia. Ahí y solo ahí ­—el resto es capitalizado por la escritura— tiene el viaje su principio. Este tiempo de muerte presentida es, quizá, posterior en los acontecimientos, pero la memoria lo sitúa en primer lugar. Me parece que es más bien una cuestión de memoria (la distensión del alma de la que hablaba San Agustín) antes que la reordenación típica del creador posmoderno. Si el primero era el tiempo de la emoción central, que solicita la voz, el ‘Tiempo 1’ ya tiene la marca de la escritura. Los paisajes de Alcaraz darán cuenta, con cierto aire simbolista, de la encarnación de la pérdida, el enfermo en la ciudad: esto es, el cuerpo doliente y lamentado, como literalidad. La relación del yo con el dolor es de tipo elegíaco, el sujeto anda suelto y siente.


El ‘Tiempo 2’ comienza el desarrollo ascendente, el yo se mueve entre el recuerdo o la pesadilla y el intento de comprender el dolor por vía ataráxica: aislar la emoción, observarla y de este modo lograr que se apacigüe: “El dolor más intenso / y puro. /Que sólo quede él. // Hasta que el viento frío. / Hasta que el vértigo”, poema IX. El ‘Tiempo 3’ aumenta la paleta de colores del libro y nos acerca a la zona del delirio, el sueño, la plegaria, con un fondo solemne y oscuro, que a veces recuerda los dejes del expresionismo. Esta contorsión tiene que ver con la primera enajenación del sujeto, que ya no recorre el mundo de los vivos. El ‘Tiempo 5’ comienza con una estrofa mínima, una sentencia moral que tiende un puente entre la endecha y la comprensión de la muerte: poema I, “Tiempo de irse y dejar / la casa de los espejos tapados”. Si comenzábamos en la ciudad, ahora el autor está fuera, al descubierto, con incursiones recurrentes en el sublime pictórico para expresar este estadio mayor del alma; la etapa termina con el imaginario tribal, mítico, de los cultos dionisíacos que enlazan vida y muerte en un ciclo necesario. El yo poético va adquiriendo, cada vez más, una voz autorizada, poética, para explicar el mundo. En el ‘Tiempo 6’ seguimos esa misma senda: la visión de la realidad como fuerzas telúricas enfrentadas. Una violencia que, sin embargo, es verdadera y, por lo tanto —siguiendo una visión platónica—, resulta  de gran belleza. Tanto el ‘Tiempo 7’ como el ‘Tiempo 8’ consolidan el recorrido, allegándonos a los orígenes. La parte séptima se sirve para ello de unas formas desérticas que nos recuerdan a la tradición de Valente, Jabès o los poetas tinerfeños, con Sánchez Robayna a la cabeza. La última parte, en cambio, recupera el talante simbólico con alusiones mitológicas que nos demuestran que hemos llevado a cabo un viaje con el espíritu: “consciente y lúcido     parado el respirar // lejanos Maya y Malkuth // ahora es paz la muerte”, poema XVII. Recordemos que Maya es como llama el hinduismo a la realidad perceptible (el mundo sensitivo de Platón); mientras que Malkuth es una de las diez sephiroth del Árbol de la vida, en la tradición cabalística, que corresponde al reino de lo material, punto inferior y fundamental a la vez de ese recorrido místico.

Sigue quedando por decir, y lo dicho es poco. Pero eso ha de quedar para otro lugar, para otro momento. Lo que es seguro es que Alcaraz ha escrito un libro digno de recordar.