¿Quién no quiere enfermar?
Triángulo de Amor Bizarro
Dice
Iago Martínez, periodista y autor de la reciente biografía Lois Pereiro.
Vida e obra (Xerais, 2011), en un artículo del mes de abril en el Xornal de
Galicia, que esta edición de O Dia das Letras Galegas dedicada a la figura del escritor
de Monforte de Lemos “debería servir para rescatar al poeta del personaje en el
que lleva instalado desde su muerte prematura y para conocer bien su obra”.
Ciertamente, la calificación de poeta maldito aparece con demasiada facilidad
para referirse a él, y hasta cierto punto es comprensible pensar que su obra ha
quedado eclipsada por una iconografía abusiva: stencils con su rostro
macilento; grupos que adaptan algún poema suyo sobre la drogadicción, sin que
nos demos cuenta de que con esa selección estamos jerarquizando mucho,
demasiado, la imagen poética de Pereiro; o biografías fascinadísimas por la
personalidad del poeta. Sí, habemus Papa. Sin embargo, una lectura de su
obra no termina de poner del todo en entredicho esta fenomenología: si bien la
obra de Pereiro exige un tratamiento estrictamente literario, también es cierto
que toda su poesía está embebida de cierto aire maldito, nos guste o no, por
mucho que Eloy Fernández Porta diga —y con razón— que hoy en día el
ennui, el spleen, el tedio de marras, solamente lo experimenta algún profesor
de secundaria en Manlleu.
Lo maldito nos fascina. Nos fascina que Ian Curtis muriera tan joven o que
Rimbaud abandonara la poesía para vivir peligrosamente. Pero las maldiciones,
en realidad, no molan. Llevar una vida al límite para poder ver las cosas de un
modo distinto a veces es un precio demasiado alto y estimarlo conlleva elevadas
dosis de ingenuidad, por mucho legado musical o literario que esa actitud
suponga. La veracidad del sufrimiento en el sujeto maldito ha de ser inapelable
para que su actitud no nos parezca la pose de un capullo. Hace poco Darren
Arronofsky trataba colateralmente este tema en su película Cisne negro y
volvía a colarnos la misma mentirijilla de siempre. La bailarina que
protagoniza su historia pretende realizar una interpretación artística total,
aunando la oscuridad y la luz de lo artístico, la disciplina apolínea y el
furor dionisíaco, y sus escarceos con el lado oscuro ofrecían la terminación al
uso: interpretación perfecta con muerte del artista. Arronofsky nos vuelve a
recordar que la perfección apela al exceso, y el exceso a su vez, la pérdida
del control, el éxtasis, comporta dos tarjetas amarillas y la expulsión del
campo de juego. Pero hay una treta. Cuando el artista muere el cadáver queda
oculto y el césped limpio, el público aplaude la jugada pero no se horroriza
porque no hay sangre y es sublime. Pero qué hubiera pasado si, en vez de acabar
con su propia vida: la opción menos jodida al fin y al cabo, el furor
dionisíaco hubiera llevado a Natalie Portman a cargarse a su colega Mila Kunis:
entonces tendríamos un cadáver que el arte no hubiera desintegrado, ahí,
ensuciando el camerino, y encima una artista peligrosa sobre las
tablas. Eso sería lo terrible de verdad y el perfil realista del arte
maldito. El artista maldito esconde el polvo y el sudor debajo del felpudo y
pone los brazos en jarras para que se vea mejor la letra ese de superhombre que
lleva en el pecho. Pero nadie dirá, en cambio, que los delitos de Farruquito o
de Polanski son gajes del oficio artístico, sino crímenes. Según la maniobra de
Arronofsky, el borracho es solo un bohemio y el yonki un artista del trapecio.
Pero si Lois Pereiro (Monforte de Lemos 1958 – A Coruña 1998) no hubiera
contraído el síndrome de la colza en el año 1981 y posteriormente el sida un
par de años antes de su muerte, su talento hubiera permanecido igual de
musculado. Sin embargo no fue así, desgraciadamente contrajo la colza y el sida,
y estos marcaron enormemente toda su producción poética. Me gustaría abordar
este texto tomando la enfermedad de Lois como un estado dado reelaborado
semánticamente. Por supuesto, su disposición mental y sentimental quedaron
decisivamente marcados por lo vírico, pero en el momento en que traspasan el
umbral de lo poético debemos someterlos a un análisis principalmente literario.
La enfermedad en la poesía, no la poesía de un enfermo.
Para
tratar semánticamente la enfermedad, debemos hacer una última concesión
referencial. La maldición en Pereiro, por lo menos la condenación física que
significó el síndrome del aceite tóxico —la enfermedad de la colza— no fue una
responsabilidad achacable al propio autor, sino al azar. Que Pereiro enfermara
de colza es hasta cierto punto aleatorio, de modo que sus virtudes poéticas hay
que buscarlas en la formalización poética, ni siquiera en la mera presencia
semántica. Cuando Paul Verlaine en 1884 escribe su ensayo de crítica literaria Los
poetas malditos, está manejando como antólogo un criterio de tipo
socioeconómico: son poetas malditos aquellos que, mereciéndolo, apenas han
publicado todavía, cuando deberían haberlo hecho sobradamente a estas alturas.
Pero hay un criterio más que, si bien no es explícito, subyace bajo la
denominación de maudit: la enfermedad. En su primer libro de 1866, Poemas
saturninos, Verlaine relacionaba el genio poético con la antigua teoría de
los cuatro humores corporales (bilis, bilis negra, flema y sangre) y su
vinculación astronómica, según la cual aquellos hombres nacidos bajo el símbolo
de Saturno propenden a la secreción de bilis negra, a la melancolía, y a la
afectación malsana del bazo o el hígado. Resumiendo, que la alteración corporal
está asociada a la maldición. He aquí un componente semántico (la enfermedad
como maldición que viene de las estrellas, de lo aleatorio) inscrito en los
orígenes del ‘malditismo literario’, y que tiene que ver con la necesidad más
que con la actitud. La primera poesía de Los Pereiro, la que está escrita entre
1975 y 1978 (y publicada póstumamente por Espiral Maior en 1997) está escrita
implícitamente bajo el influjo de algunas de estas ideas: Pereiro había leído
tempranamente a los simbolistas franceses. Años más tarde, en su dietario
epistolar Conversación ultramarina, el propio Lois aludía con cierta
ironía a ese estado melancólico: “la tristeza que se me acumula en el hígado al
ver que no llamas”.
Sus
primeros poemas, escritos tras su llegada a Madrid en 1975 para estudiar
Sociología, vieron la luz en la revista Loia, un fanzine publicado junto
a otros gallegos estacionados en Madrid, y se recopilaron póstumamente en 1997
en el volumen Poemas para unha Loia. En ellos, la enfermedad semantiza
todo el conjunto de dos formas distintas: como atmósfera sentimental y como
transfiguración del cuerpo poético. Lois Pereiro confesó a su novia, Piedad
Cabo, apenas un año antes, que no escribiría jamás en castellano, que
publicaría un solo libro y que moriría joven. En realidad, fue una frase un
tanto absurda. ¿Por qué ese pálpito? Cuando Lois tiene diecisiete años, en
1975, apenas hace un lustro que han muerte héroes culturales como Hendrix,
Morrison o Joplin, que no pasaron de la veintena; y no tardarían demasiado en
seguir sus pasos otros púberes como Ian Curtis o Sid Vicious. Además de sus
lecturas simbolistas, donde el artista coquetea continuamente con las
postrimerías, Pereiro crece entre la contracultura del rock psicodélico y el
punk. Grupos de la época, The Doors o Pink Floyd, recuperan la predilección simbolista
por el límite cognoscitivo, y los paladines del punk convierten la destrucción
en un santo y seña. La promesa simbolista de lo eterno, de la percepción
definitiva, comporta cierta tortura corporal. Mientras que el simbolismo
francés donde dice digo quiere decir Diego, el simbolismo contracultural
escribe muerte para poder decir vida. Treat and trick. No hay que
tomárselo demasiado a pecho y, más que nada, se trata de un simple horizonte
cultural, olor que llega desde la cocina. ¿Qué consecuencias tiene en el
poema? La ruptura de cierta geometría elemental: sustitución del poema
como cuerpo armonizante y armonizado por una estética general de la
fragmentación. La influencia del cine y el cómic como artes del fragmento
ilusionado, la recuperación del collage por parte de las literaturas y el cine
experimentales, la desestabilización de unidades sociales indivisibles como la
lengua (Pereiro combina idiomas sin problema o viola la sintaxis como rey en la
prima notte) o la familia (dardeada en ‘Hijos’ o como crítica a la
figura paterna en ‘Donald Barthelme Donald Barthelme’) o el lenguaje del
striptease como desguace corporal erótico en ‘Dyn-Amo y Steve Dwoskin’. Pero si
la melancolía es necesaria para el mood decadentista, el solar y la
ruina en Pereiro son herramientas empuñadas con vitalidad y convencimiento.
En su segunda recopilación y primer libro publicado en 1992, Poemas
1981-1991, su poesía se estabiliza en cierto modo. Pereiro contrae la colza
y todos los recursos de su poesía languidecen un poco, o por lo menos se
reordenan en una misma dirección. De repente, sus versos quedan hipertrofiados
de ecos culturales a la enfermedad. Se ha dicho que por entonces fue decisiva
la influencia de toda una literatura zombi, la centroeuropea de Bernhard, Celan
y Handke, donde los poetas, siguiendo el verso de Celan, “estábamos
muertos y podíamos respirar”. Es cierto que hay una mayor carga de
imágenes expresionistas (es ejemplar ‘En Góo’), pero los poemas pierden el puño
que esquirla y regresan a una narratividad más plácida, con un ritmo que bebe
de los gerundios y la composición de T. S. Eliot. Permanecen ciertos juegos
formales (‘En doce versos falsos’) o las alusiones al cine y la música
contraculturales, pero semánticamente este segundo libro tal vez sea el menos
interesante. Con Panero, Bernhard y todo el arsenal simbolista como figuras
principales del santoral, Pereiro nos presenta un libro presidido por una
oposición básica: la violencia del cuerpo retraído versus la violencia del
cuerpo expansivo: “y duermo / en el desastre”, “pues la demolición / es el
hierro que nos desarma”, etcétera. Del otro lado, la “Carne de lujo” o
“esa atmósfera ardiente y muscular”. De este modo, el libro queda demasiado
impedido por la tiranía semántica de la enfermedad, pero respira lo suficiente
como para sintetizarlo intensamente en un solo motivo estético. Nunca sabremos
si Pereiro no pudo contenerse ante toda una tópica retenida en su erudición
poética o si fue una formulación deliberada del exorcismo.
El
último libro de Lois, Poesía última de amor y enfermedad, que ve la luz
en 1995, es sorprendente y se lee bien en combinación con su dietario Conversación
ultramarina. Pereiro acaba de contraer el sida, su salud ha empeorado y
conoce cuál es su destino inmediato. Las circunstancias vitales del poeta son
obscenas y la primera persona se impone. Lois habla de su estado y su expresión
se vuelve clara, emocionada pero segura. Poesía última es sorprendente,
decía, porque junto a las urgencias de la primera persona del singular el autor
adopta una actitud analítica para consigo, distanciada. A las puertas de la
muerte, Pereiro teoriza sobre sí mismo. A la manera de Dante en su Vida
nueva, acompaña cada poema con comentarios que lo adelgazan: Lois no parece
sentir la fuerza de la gravedad del enfermo, sobrevuela su destino. Él es
sujeto, pero también objeto, y esa distancia es todo un triunfo, el triunfo de
quien se conoce, superación de la necesidad para hacer con su vida lo que le
place. Con toda la retranca en su haber, escribe: “Debe ser que estoy muerto /
y esa sería la causa / de que ahora me vea desde arriba / a cuatro o cinco
metros de distancia / de mi propia vida”. En su libro sobre la psicogénesis del
chiste, hablaba Freud del humor como fuerza liberadora capaz de aplacar
tendencias coercitivas como puede ser el miedo a la muerte. Pereiro va más
allá, ironiza y homenajea al cine que tanto significó en su vida: 1950, la voz
en off de William Holden, por encima de su cadáver flotante, en Sunset
Boulevard. La voz de Lois Pereiro, su literatura, elevándose por encima de
su cuerpo y diciéndole a la muerte: “¡¿Me escuchas?! ¡Fuck off!”.
Publicado
originalmente en la revista Quimera, 331 (http://www.revistaquimera.com/detalleRevista.php?idRevista=58)