Alberto
Santamaría, Interior metafísico con
galletas,
El Gaviero
Ediciones, Almería, 2012, 59 págs.
Dice Wallace Stevens, poeta olímpico en la teogonía de Alberto Santamaría (Torrelavega, 1978), que es
la creencia, y no el dios, lo que cuenta.
Para la metafísica aristotélica —cuando todavía era necesario subir al
ático para contemplar el mundo— lo
importante era, ante todo, averiguar lo
divino, aquella ciencia de las primeras causas. Hace mucho que no es dios lo
que cuenta ya, pero sí la creencia, la percepción emocionante del mundo: No son las preguntas —ni siquiera sus palabras— / sino esta melódica
sensación de vacío / que metódicamente nos invade, afirma Santamaría. O
como dice la cita de Boscán al principio del poemario: ¡Oh, revolver del cielo, que dispuso acá en el mundo un hombre tan
confuso! Ya no sabemos qué es peor, si la curiosidad malsana por un qué
supremo y por todo lo alto o la constatación, todavía más absurda y angustiosa,
de que toda pregunta es inútil. Podremos borrar al dios, podemos borrar la
pregunta y sus señas, pero queda acá
la creencia dentro del hombre, queda acá algo que nos hipnotiza más allá de la materia. Queda la predisposición humana como una
matemática rara, con tendencia a infinito. Es lo humano, el mundo, explica
Santamaría con una imagen maravillosa, quien nos pide arrancarle al día su
secreto: Una lámpara de araña en lo alto
/ nos impide dejar de mirar hacia el techo. ¿Pero qué secreto? Este libro
se pregunta, entre muchas cosas, por qué los objetos se desbordan. Santamaría
no escribe sobre la metafísica, ni siquiera sobre lo que ahora, y como acabamos
de explicar, entendemos por metafísica, sino sobre lo que el escozor metafísico
provoca en el hombre.
Giorgio de Chirico, Interior metafísico con galletas |
Santamaría, evidentemente,
ha heredado de Stevens la propuesta fronteriza: de qué manera se dan la mano
realidad y ficción, qué son estas cosas; por lo menos en El hombre que salió de la tarta (2004) y en Notas de verano sobre ficciones de invierno (2005), una vía
reflexiva que guarda relación con sus consideraciones críticas que se pueden
leer en su blog (hace muy poco, embistiendo contra el regreso de la crítica conservadora
bajo las formas del reseñismo epatante y libertino de la blogosfera). Pero
Santamaría es también un poeta vinculado a las bellas artes: no solamente
porque maneje referencias (las vértebras pop de su poemario El hombre que salió de la tarta o la alusión a De Chirico y la pintura
metafísica), conceptos (hay una clara idea de sublime en este libro, un tema
sobre el que el autor ha escrito) y porque además es profesor de estética y
arte contemporáneo en la Universidad de Salamanca, sino sobre todo por la
calidad plástica de sus versos. De la estética del paisaje sublime, por
ejemplo, Santamaría ha tomado la figuración para plantear el problema del
metafísico, expresado en forma de desajuste de escala en el primer poema (La habitación es demasiado grande para los
dos) o en el tercero (La playa tiene
esta forma perpendicular a los hechos), la intimidad humana como un lío entre
disposición y predisposición.
Interior metafísico con galletas tiene unas dimensiones más breves que sus anteriores poemarios, su
tema está más acotado y quizá por ello tiene un tono más meditativo también
sobre el cual se engarzan las imágenes de escuela surrealista (esa forma
inusual de juntar palabras donde han militado Neruda, Gamoneda o Luisa Castro,
por decir algunos). No encontramos la vertiente novísima que recorría Notas… y El hombre… (esa estética de culturalismo indie que ha practicado
gente como Elena Medel en Mi primer
bikini: Joey Ramone, Family…), pero permanece el interés por los cuerpos:
la fruta, un motivo habitual en su poesía, nos recuerda cuál es el campo de
batalla: el de lo sensible, los perfiles, los volúmenes, el juego de la luz: Nada de lámparas ni de genios. En mis ojos /
cientos de miles de sensores actúan / para saber / que esto es un cuenco y su fruta / roja y
amarga. Así de simple. Nada más. / Un melocotón reserva pura su piel / para mi
instinto.
*Reseña publicada originalmente en el número de junio de 2012 de la revista Quimera.
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