Fruela Fernández, Folk
Pre-textos, 2013, Valencia, 56 páginas
Si por algo se caracteriza la primera línea del panorama poético actual es por haber dejado atrás la dinámica de las escuderías poéticas y, en consecuencia, por haber alcanzado una mayor diversidad en las propuestas. Eso no quita, pero, que no se pueda seguir respirando cierto aire nuestro: y es que en la última década se ha dado cierta continuidad al descrédito y a la actitud de sospecha, como bien señala Malos tiempos para la épica, el volumen de ensayos sobre poesía que Luis Bagué Quílez y Alberto Santamaría han coordinado en Visor. Frente a esta actitud, hija quizá de la posmodernidad, han aparecido recientemente algunos poemarios (los casos de Gragera y Muñiz, ambos comentados en este blog) que apuestan por el abandono de la desconfianza. En términos poéticos esto no es, necesariamente, ni mejor ni peor, pero sí es un cambio ligeramente perceptible. Advertía Juan Cárdenas que el último libro de Fruela Fernández (Langreo, Asturias, 1982) constituye una instancia nueva de apertura del lenguaje. Ciertamente el asturiano, lejos de perseguir el botín de la autenticidad, nos ofrece por lo menos una palabra sosegada, sin angustias, y que pretende. We are fated to pretend, cantan los MGMT. Folk está un poco en esta tesitura, en el ímpetu de saltar junto al fuego en la playa, de escuchar el verso, decirlo. Quizá Fruela no esté incluso del todo incómodo frente a esa ancestralidad bizarra de antorcha y bañador del grupo de Connecticut. En una primera lectura podría parecer que Folk está del lado de la fragmentariedad, de la estética del retazo, pero no, es el mismo hilo en todas las puntadas. No se asume: se pretende. Con tranquilidad parecida respiraba, por ejemplo, el último libro de Marcos Canteli, Es brizna, tras unos libros donde su escritura reparaba, atenta.
Pero primero lo primero. El título, Folk. Piensa uno en el riesgo de titular así, de jerarquizar tanto. Pero sigue leyendo y nada desmiente la osadía. Y se le ocurren a uno muchas cosas, muchas preguntas. ¿Por qué Fruela dijo folk exactamente? La impronta anglófona, aunque semiprivatizada por los descendientes de Woody Guthrie o Pete Seeger, en realidad propone una aproximación al lenguaje de la comunidad que nos conduce más allá del hispánico rescate periódico de lo tradicional (alguien decía que el pasado inmediato, artísticamente hablando, es la forma más remota de pasado) y alcanza, centrándolo, el problema de la enunciación lingüística. ¿Cómo decir?
Varias cosas ha hecho Fruela aquí. Primero, ha seguido a sus colegas de generación en lo tocante a la
interrogación del lenguaje. Segundo, ha apostado por una palabra segura de sí misma, regresante. Tercero, ha elegido la vía de la tradición (conservadora en su manera de regresar, idéntica en su promesa de un punto de referencia hispánico) para darle una vuelta de tuerca: hacerla dialogar con los temas (la filosofía del lenguaje, la Democracia española y sus cuitas) y los modos (la esquirla, la cruza, el rastro) de la poesía última.
Folk apunta a ese gesto cíclico de tomar aire que tiene la poesía española (esa amistad reiterada entre arte menor y poema culto) pero uno piensa en una nueva dimensión cuando se trastoca el concepto de folclore, nombrándolo en inglés y adaptándolo para una labor mayor en el contexto internacional de la duda epistemológica. Folk aquí es Doña Urraca y el octosílabo, pero la propuesta de Fruela es más amplia : podríamos pensar en Bill Callahan, en el Manolo Caracol de Los Planetas, en Gogol Bordello, en la Orchestra de Kusturica o la Electric Masada, todos ellos formalizaciones distintas de un mismo sentimiento radical.
Si uno observa la medida del verso, su disposición en la página, se dará cuenta de que el libro tiene unos referentes muy claros. Podríamos hablar de arte menor descentrado: versos de cuatro, de cinco sílabas, algún octosílabo, brotes sueltos que no llegan a formar la estrofa estipulada. El verso es de raíz tradicional, pero está dictado del todo por el oído. Decía antes que el suyo es un verso regresante, no regresivo. Porque la recuperación de patrones elementales convida a su vez a la nueva usanza: de repente el verso se alarga para conversar y rompe la inercia, o se hace a un lado, se deshilacha (ya en el primer poema), por exigencias del sonido o la visión. Son asiduos los ritmos bimembres, tónica y átona y tónica y átona, que pueden hacernos pensar en el phrasal verb inglés, en una poesía rítmica y exploradora en plan Cummings.
Como decía, Fruela aborda también el problema de la indeterminación del lenguaje (un problema que empieza a hacer buena mella en la poesía española desde los 60 y la crisis entre realidad social y lenguaje). Pero su planteamiento nos permite que hablemos de una indeterminación positiva (la fidelidad en la incertidumbre de Gragera), casi solventada. La primera estrofa del libro, muy significativa, nos ubica: “Aquí donde dicen / marzo al cuervo / y septiembre al centeno”. ¿Aquí, donde? El lugar es la Asturias rural de Fernández y sus problemas, pero también es el texto, el aquí más inmediato. Ambos lugares indicados intercambian sus papeles en el libro. Porque el papel se convierte en el espacio donde contemplar la Cuenca minera, y la Cuenca minera propone, al tiempo, soluciones para un problema que tiene base literaria. La estrofa comienza planteando una nueva correspondencia: ya no entre realidad y enunciación (el mes de marzo y su signo ‘marzo’), sino entre la época del año y la presencia del cuervo. A una realidad le corresponde otra realidad. Esa es la solvencia del modelo popular: usar una palabra indeterminada, seleccionada al azar, ominosa, pero acertada y viva. Correspondamos a la experiencia con experiencia, en movimiento constante, sin que el lenguaje signifique nunca detención, signo estéril: “La costa se resiste a ser paisaje.” O, yéndonos al final del libro, a propósito del lugar asturiano: “Cría sentido.” El sentido ya no es una función, una operatividad, es un nacimiento, un cuerpo orgánico que hay que cuidar: “Dios, cuida / […] los nombres del abuelo.” Reclamaba Fruela en su blog, mediante un texto de Handke si no recuerdo mal, la antigua imprecisión de la épica, la expresión inminente pero nunca definitiva como garantía literaria. No deja de ser curioso que gran parte de los nombres del poemario que están en asturiano correspondan a pájaros: táctiles y volátiles, locales pero fácilmente extranjeros: la “pega” (urraca), el “raitán” (petirrojo), el “tordu” (mirlo) o la “chova” (corneja).
En esa misma línea de confrontar tradiciones se sitúa el discurso sobre la Cuenca minera asturiana: entre una industria antigua y su ruina en los sesenta, de nuevo la fuerza de la máquina (la estrofa) opuesta a su despiece (el verso entre la maleza, como un argayo desprendido, mientras orbaya). La belleza de los versos de Folk (“la lluvia hace los planes más sencillos”) esconde estampas no demasiado felices. Los cuerpos enfermos de quienes trabajaron en la minería, o sus fantasmas, pueblan el libro. “La tos / vuelve al amianto”, “la chapa en el cuello de los operados” o el "golondrino duro". A veces, mediante un humor negro y una mala leche fundados en el desencanto: “es fruta en una bolsa de Hunosa es termidor del tejido” o como en el magnífico poema ‘La rodilla del Rey’, donde las bondades de la vitamina D sobre el calcio óseo de la rodilla del monarca hacen más dolorosa la visión de los viejos trabajadores del pueblo, meándose en las manos para aliviar el dolor en la piel. Aquí Fruela, desdibujado, emparenta su discurso con la crítica socioeconómica de Vilas o García Casado. Porque, como dice el autor en un texto reciente, “en el folclore hay un gran poder de resistencia y de transformación política”.