Eudora Welty, La hija del optimista, Impedimenta, Madrid, 2009, 232 páginas.
Eudora Welty, Cuentos completos, Debolsillo, Barcelona, 2011, 992 páginas.
La
literatura nos ha acostumbrado en muchas ocasiones a los héroes de corazón
dorado o casaca impoluta. Qué imperecedero es el Samuel Pickwick de Dickens,
rechoncho y con levita, o el Hans Castorp de Thomas Mann, en su chaise-longue y
envuelto en una manta. Sin embargo, la república de las letras también ha
sabido promocionar personajes traídos de contrabando. En ese abrevadero, el de
lo exagerado y lo violento del cerrado sur norteamericano, ha bebido el
subgénero conocido como gótico sureño. Tras la publicación este mismo año [2009] de
los Cuentos completos
de Truman Capote en formato de bolsillo, es el turno de Eudora Welty (1909 ─
2001) para abonar ese terreno desde la escritura literaria y fotográfica. En primer lugar nos llega la traducción de la
novela (introducida por el recientemente fallecido Félix Romeo) con la que la autora ganó el Pulitzer en 1973: The optimist’s daughter,
y le ha seguido la edición de sus Cuentos
completos, que todavía estaba por hacer. La compilación de relatos
reúne los dos libros publicados por Anagrama: Una cortina de follaje (1941) y Las manzanas doradas
(1949); y traduce La red
grande y otros relatos (1943), La
novia del “Innisfallen” y otros relatos (1955) más dos cuentos
inéditos de 1963.
La
hija del optimista,
publicada en 1972, recorre dos caminos distintos. En cierto modo está
emparentada con la novela americana tradicional que viene del Huckleberry Finn. Laurel
MecKelva abandona Virginia, al noreste de los Estados Unidos, para regresar a
Mount Salus, el pueblo sureño en el que creció, urgida por la enfermedad de su
padre. Ese viaje de regreso también conduce al conocimiento, lugar común donde
se da la mano con el viaje por el río Mississipi que escribiera Mark Twain. Ese
motivo americano y la recreación de todo un imaginario local (la viuda, los
paletos, el ciudadano respetable, los negros, etcétera) cercano a Faulkner o
McCullers, se combina con una tradición literaria y filosófica de origen
europeo: las dinámicas del tiempo. El funeral del padre de Laurel, con todo el
mundo reunido en la casa familiar, inaugura esta última línea. Una ausencia (la
muerte) motiva una búsqueda, pero no la de quien se acaba de marchar, sino la
de la propia protagonista. Welty lo explica en su relato de 1949, “Los
errantes”: Siempre que hay
muertos en una casa, pensó Virgie, salen a relucir todas las historias, que
dejan de pertenecer a las personas para convertirse en algo de dominio público.
No la historia del muerto, sino la de los vivos. Laurel, a partir
del funeral, redescubrirá un pasado que sobrevive en la memoria de las
cosas. Esa recuperación de la identidad a través de la casa familiar y sus
objetos reconcilia con los muertos, pues lo
mínimo que podemos hacer por ellos es sobrevivir.
La
desaparición, curiosamente, es un acicate para restituir nuestra propia
pérdida. Pero ese hueco también da lugar al mito. Si se quiere, a la palabra.
Cuando el juez muere, se desatan las lenguas de la comunidad y el vacío dejado
por el hombre queda suplido por su historia. Otro ejemplo de ello es la
conversación mantenida por cuatro viudas en el jardín de los McKelva mientras
Laurel riega ensimismada los parterres. La voz de su madre, muerta y evocada
con la visión de cada planta, se alterna con el coro de mujeres que comentan lo
sucedido. Estas voces no tendrían un gran interés si no fuera porque se trata
del mayor logro de la novela. El realismo de la charla, muy conseguido,
trasciende y asistimos a un verdadero discurso femenino como paradigma de la reinvención,
al perspectivismo narrativo (aquello de contar la historia según cómo se mire).
Esa voz es la voz del chisme y la opinión ligera, pero también de la creación
constante. Ese hablar libremente queda contrapuesto a la voz masculina, mucho
más pragmática. De este modo, Welty, como decía en la cita, da cabida a la voz
de dominio público. Mientras la voz privada es cerrada porque tiene muy pocas
lecturas, la pública es inagotable. Los espacios íntimos, abiertos por los
porches, se disuelven en el hablar comunitario, que no es ni cierto ni falso,
sino la voz de la ficción.
Si
esta característica es principal en La
hija del optimista, los cuentos muestran otras propiedades de la
obra weltyana: por ejemplo, la construcción de atmósferas y escenas
poderosamente poéticas. Welty demuestra también su maestría con el diálogo y la
escena (la charla en la peluquería en “El hombre petrificado”) o con la
construcción de personajes (el paleto, en “La red grande” o el asesino
neurótico en “Flores para Marjorie”).
Pero el libro que sobresale por encima de todos los demás es Las manzanas doradas. Su vocación de novela la desmorona una estructura demasiado fragmentaria, pero sin duda esos fragmentos acaban por construir un mundo. Cuando uno acaba el último cuento, tiene la sensación de haber abandonado algo importante, un lugar que no sabe situar pero que queda al sur y deja una marca fortísima. Desarrollándose en un espacio más bien pequeño para su labor, pues apenas pasa de las trescientas páginas, la obra recorre los tiempos a través de varias generaciones que habitan el pueblo de Morgana y el condado de MacLain. Como en Cien años de soledad, la percepción del tiempo parece ancestral. Y el correlato sureño de la obra, ilustrado en la bella portada de Lumen, no alcanza para que atisbemos un mundo real.
Ejemplos
de esta brillantez son la historia de la señorita Eckhart y la casa vacía
en “El recital de junio”, que resulta magnífica, o pasajes francamente poéticos
como la aventura alucinante de “Música de España”, el único relato del libro
que tiene una ubicación real: San Francisco.
Tal
vez a la edición de Lumen le haya faltado solamente, dado el esfuerzo global de
la recopilación, una introducción a la altura que pudiera atravesar la obra
cuentística de Welty y comentar su enorme, inconmensurable valor estilístico.
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